Estaba sentada, pasada la medianoche, con el teclado inalámbrico sobre mis rodillas, escribiendo sin mucho orden algunas cosas. A mi lado, Calipso reposaba su cabeza en mi hombro sin que le importara demasiado el movimiento rítmico que se transmitía desde mi mano derecha. No me molestaba para escribir, la verdad. Las dos llevábamos sentadas en el sofá de mi habitación no sé ya cuánto rato.

La habitación estaba en silencio. Solo tenía encendida la luz de escritorio, que es la única que funciona, y sonaba en el móvil una lista de reproducción de piano muy tranquila. Estábamos solas; mis compañeras de piso se habían marchado por trabajo. Yo debería haber estado durmiendo, pero mi cuerpo estaba un pelín alterado por los nervios acumulados por varios frentes abiertos.

Sentí a mi amiga, la Diosa, desperezarse un poco e impactó en el ritmo de lo que escribía. Sentí sus manos rozarme el brazo descubierto –es que yo insisto en usar pijama de verano hasta que ya es inevitable usar el largo– y la miré, interrumpiendo mi hilo. Se estiró un poco, cogió el vaso de agua –mío– que estaba sobre la mesa de madera, junto al portátil.

–¿Qué escribes, cariño? –me dijo con voz de dormida.

Hago un inciso. Yo, la verdad, creo que el mundo sería mucho mejor si supiera que las diosas somos así de humanas: de dormir babeando y levantarnos con voz pastosa como cualquier hija de vecina. Eso sí, ella, aunque estuviera apenas despierta, se veía bellísima, con esa piel ligeramente tostada, su pelo de color entre rubio y cobrizo y los ojazos de color miel que parecían dos piedras de ámbar…

–La verdad –le contesté, tocándole la muñeca–, una mezcla sobre el deseo, la sexualidad, cómo me siento, mi progreso, poliamor y retos que tengo por delante y… sinceramente, es un caos. Estoy pensando en borrarlo entero y escribir un relato erótico de esos súper bobos tipo el último.

–¡Ese no era bobo! Me gustó leerte más gamberra, Ari… Bueno, a ver qué estás diciendo… seguro que son ya 5.000 palabras, porque tú sí que eres de tiro largo.

Calipso se acurrucó junto a mí para leer lo que llevaba escrito. Lo leyó con atención; yo creía que iba a leerlo en diagonal, como tantas otras veces. Mientras leía, su mano me acariciaba el muslo. Yo sentía su calor corporal y no podía hacer otra cosa que acercarme… Además… ¿qué es ese perfume que siempre lleva? Parece jazmín pero no es exactamente eso. ¿Es otro de sus secretos divinos?

Sus caricias siguieron en mi muslo.

–A ver –dijo–, esto como texto es basura.

Me encantó la forma seca de decirme la verdad sin miramientos. Tenía razón: era impublicable. Era un poti-poti como se dice en catalán. No tenía ni orden ni concierto, saltaba de un tema a otro… Me preparé para cerrar el documento y borrarlo de la existencia –¡oh, la fragilidad digital!–, pero Cali me detuvo.

–No lo borres, querida… Vale, es un desorden que no va a entender nadie, pero guárdalo para ti, porque creo que te muestra muy bien cómo estás… y, en general… ¿Tú has visto lo que has estado escribiendo últimamente?

Ay, Calipso odiosa, ¿para qué me haces preguntas cuya respuesta ya sabes? Sí, justo el día anterior había estado leyendo mis últimos textos otra vez y… me reconocí segura, sexy, sabia, coqueta… No sabía explicarlo. Lejos quedaba la Ariadna que escribía muy atormentada sobre cómo le costaba todo, traumada, con el dolor a flor de piel… Porque claro que leí cosas antiguas… Hacía un año yo estaba en una noche horrible y ahora… ahora veía en mis palabras más actuales mucha luz, mucha esperanza, incluso en los momentos malos…

–Y te veo mucho mejor en la vida, corazón –me dijo, recolgándose de mi cuello.

–¿A pesar del lío de pasta y administrativo en el que estoy metida?

–Sí, porque eso es externo y es temporal… Oye, la cactus que eras ya no existe. Te dejas tocar. Te fijas en las señoritas sin miedo. Te dejas que te miren. Ya no te dices eso de que eres “una invitada”. Te sientes muy muy en tu lugar, diosa mía.

Calipso había trepado encima de mí mientras decía esas palabras y, al acabar, se preparaba para darme un beso en los labios… pero yo me estaba rompiendo la espalda con el apoyabrazos del sofá… así que… La empujé yo hacia su lado suavemente. Ella dibujó una sonrisa excitada por el cambio de rol repentino y se dejó caer en el sofá. (El teclado inalámbrico cayó aparatosamente al suelo). Me quedé encima suyo, cogiendo sus manos y… esperé a propósito…

–¿Desde cuándo dominas así, Ari? –me preguntó sorprendida.

No tenía ni idea. La besé. Y la besé con muchísimo cariño porque le quise agradecer todas esas noches en que me aguantó en mi amargura, confundida, diciendo estupideces como que yo estaba rota por completo… Tantas noches que me secó las lágrimas y que… poco a poco… ella me iba acostumbrando a su cuerpo, muy de a poco las primeras veces… y todas esas veces que me fue enseñando mi cuerpo… y…

–Te quiero, Ariadna –me dijo ella, mientras yo la ayudaba a incorporarse.

–Y yo a ti –le contesté, diciendo su verdadero y secreto nombre que no puedo revelar.

Nos abrazamos un rato. Se nos escaparon las lágrimas a las dos. Yo me sentí en el lugar más feliz del mundo, la mujer más feliz del mundo. Nos acariciamos en el abrazo… Nos quedamos mirándonos a los ojos, las dos. Nos besamos otra vez.


Es increíble cómo, a veces, nos olvidamos de lo sencillo que es amarnos. No necesitamos nada más que traer al escenario quiénes somos. No hace falta dinero, ni viajes, ni flores, ni cenas, ni regalo… Solo –y qué universo encierra ese solo– hacemos falta nosotras. Ni lo habíamos planeado: habíamos quedado por la tarde en mi casa para tomar un café, ella trajo unas patatas –la bolsa seguía en el suelo– y el plan era acompañarnos, sin más… Para cenar ella había pedido un par de woks a domicilio y yo me puse a escribir…

–¿Te molesta que acabe este texto? –le había preguntado.

A Calipso no le importó. Me había dicho que le gustaba sentir mi energía cuando estaba creando… y así sucedió la escena anterior… y de ahí a pasar un rato la una con la otra… sin plan… el único plan era que nos conocíamos las almas y los cuerpos… y de ahí, a compartirnos.

Ya duchadas las dos… y qué peligro esas duchas compartidas, que encienden otra vez las brasas… volvimos al sofá, pero antes con una parada en la cocina. Teníamos hambre. La nevera no tenía casi nada, pero nos las ingeniamos con unas bases de pizza, un poco de tomate frito, un par de lonchas de jamón y de queso, orégano y un chorrín de aceite de oliva y pusimos a hornear las pizzetas. Solo faltaba esperar.

Cuando me incorporé de poner las dos pizzetas en el horno, Cali me sorprendió con un abrazo. Sentí sus formas contra las mías a través de nuestras batas. Algo había distinto.

–Bueno, ¿quién es ella?

Abrimos un par de refrescos que encontré de milagro…

Esa pregunta, viniendo de Cali, no es peligrosa. Es una pregunta llena de amor y de una preocupación vieja que ella tiene conmigo. Sabía muy bien por quién me preguntaba. Ella lo sabe todo, pero si te pregunta algo es para darte la oportunidad de que te escuches a ti misma decir las cosas. Le conté todo.

Calipso me miraba apoyada en la nevera. Yo estaba sentada en una silla maltrecha de color blanco que tenemos en la cocina, junto a la ventana. Su mirada era como de una madre ahora que escucha a su hija contarle sobre alguien que le hace gracia.

–Yo no me lo pensaría dos veces, Ari. Te ha dicho ella de veros. Dale, queda con ella para un café o un paseo o una tontería.

Me quedé en silencio y bajé la cabeza.

–Ari, quizás sigas sintiendo vértigo, pero preparada estás y lo sabes.

La Diosa se acercó a mí. Me levantó el mentón con el dedo, para que la mirara a los ojos desde mi silla. Ahora era ella la que dominaba…

–Ya estás sana, después de tantos años… Te lo noté tanto esta noche… En tus manos, en tus besos, en tu iniciativa, en tu seguridad, en todo, cielo. Quizás me digas que es porque soy yo; yo te digo que serás muy feliz, créeme. ¡Ejerce como diosa!

Y Calipso rompió a llorar. Me puse de pie alarmada. Sí, yo la he visto llorar, pero siempre ha sido para acompañarme a mí… Nunca la había visto romperse por sí sola. Me puse junto a ella… Estaba llorando a mares, temblando casi. Le aparté la lata de refresco de la mano, dejándola sobre la mesa de la cocina y la guié para sentarse ella en la silla. Yo me quedé de cuclillas, a su altura, cogiéndole las manos…

Y entonces vi su sonrisa de divinísimo fulgor.

–Tú no sabes… No sabes… –comenzó a balbucear en una mezcla de llanto y de risa melodiosa–. No sabes cuánto he esperado sentirte como te he sentido esta noche. Te lo vuelvo a decir: tú estás sana ya, preparadísima, sexy, segura de ti, por mucho que estés pasando una mala racha.

Sonó el temporizador del horno. En mi cabeza pensé en no abandonar a Cali, pero ella me ordenó sacar las pizzetas para que no se quemaran. ¡Por favor, hasta en un momento emocional es capaz de pensar en el horno!

Volví a ella y pregunté:

–¿Tú crees?

–Que sí, escríbele, boba… tenéis cosas en común, será una charla divertida, ya verás. Mira, llevo observándote desde que naciste. Sé lo que has pasado, sé cómo estás ahora, sé que le vas a escribir… Que qué pasará, ahí ya conoces las reglas: no te puedo decir nada. ¿Te acuerdas cuando me viste por primera vez?

Cómo olvidar esa vez. Cómo olvidarme que había intentado hacerme yo a mí misma aquella tarde…

–Pues desde esa primera vez hasta ahora has tenido y tienes contigo misma el romance más increíble posible, nena… y eso es lo que quiero que celebremos… Tú ya no tienes nada de por qué preocuparte con estos temas. Todo te saldrá rodado, de maneras que ni esperas, amor mío.

Se puso de pie de un salto. Se sonó la nariz con papel de cocina y, en un minuto, se lavó la cara en el baño. Yo ya había llevado las pizzetas a la habitación, con nuestras latas. Ella se tiró en el sofá y le dio un mordisco a su pizzeta, con hilo de queso colgando y todo. Será una diosa, pero era más humana que muchas mortales que conocía.

Cogimos las latas para hacer un brindis.

–Por mi chica con cola –soltó ella–, que ya no le tiene miedo a ser quien es y se gusta y ya es feliz.

Hace meses la habría matado por ese chiste. Ella me guiñó el ojo y me metió prisa para que yo dijera mi brindis.

–Por la imbécil a la que le gusta esa cola.

Las latas chocaron. Nos reímos a carcajadas. Decidimos que íbamos a quedarnos viendo una peli en el ordenador, aunque la verdad… nos quedamos dormidas enseguida, yo encima de ella, en el sofá…