–¿Qué te imaginas para el futuro? –me preguntaste, mientras jugabas con mi flequillo.

Iba a decirte que se me da muy mal soñar… al menos desde hace unos años… pero decidí que iba a intentarlo una vez más, porque sí, porque no quería ser una amargada delante de ti. Primero pensé fingir, pero al verme en ese vestido negro, con la espalda descubierta, sonriente y dominando ese salón de estilo neoclásico, decidí que iba a dejarme llevar por el sueño y contarte lo que viera.

Pues sí, ahí estaba, en medio de la gente. Era una recepción en un salón elegante, de paredes blancas adornadas con detalles dorados. Los ventanales daban a un jardín sumido en la oscuridad de la noche y reflejaban en el vidrio la luz de las lámparas de cristal inmensas que colgaban del cielo. La gente estaba animada y yo también lo estaba, fuerte, con una copa de vidrio llena de mosto blanco.

Vestía de negro, pero había decidido tener un detallito lésbico en el atuendo… porque nunca se sabe. Tenía un poquito el alma de cazadora esa noche. El detallito era una flor de lavanda abrochada con un alfiler en el tirante izquierdo: delicado y sutil como yo puedo ser… y tremendamente obvio para cualquiera de mis hermanas en lo sáfico. Era noche de trabajo, pero si caía la ocasión festiva, me iba a escabullir.

Teníamos invitados de clase. Había saludado ya a barones y duquesas, importantes senadores y más distinguidos catedrátricos con sus catedráticas esposas. Me sentí la única invertida en ese caldo de aristócratas, políticos y empresarios, pero me gustaba la sensación… y más me gustaba ser yo el centro de atención, la fuerza detrás de esta reunión, la inigualable anfitriona que iba a presentarles la última obra de un escultor bastante mediocre, pero que se vendía bastante bien y la comisión era interesante.

Oye, una tiene principios, pero la jet-set es… ¡Hablemos de la jet-set, la élite, la casta, pues! La alta sociedad tiene estratos dentro. Están “los de siempre” y “los advenedizos”. Los de siempre son las familias de nobleza, ya sea por título nobiliario o porque la familia lleva siglos en los entresijos del poder. Son educados, son cultos, entienden el valor del pasado para dar pie al futuro y suelen ser bastante más liberales que los advenedizos. Ese segundo grupo son los que entran por dinero o por un cargo efímero a estos círculos y necesitan fingir que son más papistas que el papa.

–¡Un broche con una lavanda! –notó, por ejemplo, una de las mujeres más aristócratas en la sala.

–Veo que Doña Ariadna hoy está de buenos ánimos –apostilló su marido, con una sonrisa cómplice.

–Los detalles siempre son importantes, como Sus Excelencias sabrán –fue mi contestación.

Los de siempre buscaban esa noche forjar, mantener o restablecer alianzas entre ellos, con el escultor de fondo como excusa y para verme a mí, que siempre me ha querido hasta Monseñor el Nuncio, quien lamentablemente no había podido asistir, pero envió carta sellada para excusarse… Lástima, Monseñor Cossentino es un hombre muy afable que siempre que me ve me trae bombones, me cuenta chistes y le importan un comino mis varios niveles de perversión.

En cambio los diputados rasos de nuevo cuño me querían vender sus motos particulares, tutéandome, sin clase y yo, por supuesto, los despachaba enseguida. Los empresarios tecnológicos, aparte de que más de alguno no entendía la lavanda y se pensaba que mi escote era para ellos –cuando es para mí, principalmente, y para la mujer que me desee–, me aburrían con tonterías solo porque saben que yo algo de tecnología entiendo por supervivencia y no por convicción. Ellos sí que venían a especular con las obras del pobre artista.

Hablando del pobre artista: Pere Garriguès, catalán, buen chico, pero un poco bobo para mi gusto. Lo vi junto a la barra, solo. Vestía mal. A ver. Lo intentaba, pero la americana era de una tienda de moda rápida y se notaba… No le iba a reprochar eso; tan mala no soy. Yo también he sido estudiante y he tenido presupuestos ajustados… Me acerqué. Estaba bebiendo un cóctel que no supe identificar qué era.

Com et trobes? –le pregunté.

Ariadna… vull dir… Senyora Vigo… Senyoreta, perdó… –tartamudeó, todo rojo de vergüenza y atacado.

Me apiadé de él. Lo cogí del codo muy sutilmente –tampoco hay que dar de hablar en un ambiente así… no vaya a ser que me acusen de heterosexual– y nos apartamos a una esquina más tranquila, junto a uno de los ventanales, pero a la vista de la gente –importante, no hay que dar pie a rumores–. Le pregunté por qué se sentía tan nervioso conmigo si ya me conocía desde hace meses…

No serà perquè avui he tret el vestit de gala, oi? –bromeé.

No, no, què va… Estàs guapíssima, tu… No, és que… Mira…

Beu un glop, si us plau, que sembles que vulguis declarar-te, nen… –le dije, con una sonrisa.

Bebió un sorbo de su cóctel de color lima pálido. Se rió.

No, no… és que mai no he estat amb gent així, saps? Aquells “abuelos” d’allà, els veus?

Me señaló al duque y a la duquesa que me habían alabado –y entendido– el broche. Le pregunté:

Sí, què passa amb ells?

Són com molt importants, no? I han estat súper macos amb mi… Jo no m’esperava això, Ariadna… Ehm… et puc dir Ariadna?

Lo cogí de la solapa de la americana y me lo llevé de vuelta al centro de la fiesta. Con una voz cantarina, un poquito alta –el mosto no sube, creo, ¿no?– declamé:

Carinyo, la gent interessant no és pas com te la pinten els teus companys de la facultat… i sí, digue’m Ariadna o Ari, que estic aquesta nit de molt bon humor… Però en canvi vosaltres… –dije, señalando a un grupo de nuevos ricos que me miraban un poco demasiado las caderas–. Vosotros, niños, os referiréis a mí como Srta. Vigo o Doña Ariadna, vuestra anfitriona, amazona y, lo más importante, vuestra peor pesadilla.

Los de siempre –todos– lanzaron una carcajada. Yo miré alrededor mío. Me sentí en casa por primera vez en muchos años. Estaba de vuelta en mi elemento: no os confundáis, no es el lujo… es la clase. Porque se puede tener clase sin lujo… incluso viviendo en la calle.

En mi mirada circular vi una mirada de mujer. Ay, esa mirada la conozco y no conocía a su dueña: era mirada de te pillé y me gustas. Eran unos ojazos negros de una pelirroja cobriza, con la piel de constelaciones de pecas, claramente extranjera, porque ese vestido verde ceñido de brillantes en perfecta proporción para que no pareciera un disfraz de tienda de descuento para Carnaval… eso requiere una cultura que viene de otro lugar distinto a nuestra España conflictiva y entristecida.

Obvio que me giré para que me viera la espalda. Me arreglé el pelo un poquito con la mano. Contorneé un poquito la cadera. ¿Me entendería? ¿O caeríamos en el clásico desencuentro sáfico de esperar que la otra dé el paso y, al final, sale el sol y no nos hemos ni hablado?

–¿Ariadna Vigo, supongo?

Ah no, que la muchacha se había acercado y me rozó el hombro desnudo con sus manos sin manicura –buena señal…–. Me gustó el anillo con forma de serpiente en su dedo anular. Cositas en las que me fijo, aparte de esos labios de infarto. Le noté un acento pero no supe ubicarlo.

–Soy yo –le dije, extendiendo mi mano.

Ella me la cogió e hizo la pequeña reverencia de rigor, acercando esos labios, sin besar –aprended protocolo– el dorso de mi mano… aunque yo ya quería esos labios en todo mi cuerpo… Se presentó como Caterina Montecassino, al parecer, modista en Génova, pero ella no sonaba muy italiana tampoco. Preferí dejar el misterio de sus orígenes en el exotismo de lo desconocido; no le pregunté nada.

Vi sus ojos posarse en mi broche. Lo cogió entre las yemas de sus dedos –qué confianzas… a un hombre yo ya le habría pegado una cachetada ya…– y se sonrió. Me susurró algo al oído que me confirmó que las dos estábamos un poquito aburridas, pero, claro, teníamos que centrarnos, que esto así…

–¿Qué te parece la recepción? –le pregunté.

–Me está gustando. Tenía interés en conocerla a Ud.

–Tutéame, por favor, cariño.

–Encantada, pues –me dijo con una ligera inclinación de la cabeza y me estaba ganando ya entera–. Tenía interés en conocerte: leo mucho tus columnas. Me pareces fascinante.

–Muchísimas gracias, Caterina. ¿El diseño de tu vestido es tuyo?

Me dijo que sí y se giró para mostrarme cómo caía la abertura de la espalda –una espalda que era un firmamento– hasta casi donde no debía, pero sin ser nada vulgar… Se veía el comienzo de un tatuaje que no supe identificar en ese momento qué era…

–Me encanta –le dije.

–Me encanta el tuyo –me dijo–. Me encanta también el desparpajo que tienes. Los tienes a toditos controlados.

Su mano viajó muy sutil por mis lumbares y recorrió algo de mis caderas para caer “inocentemente” en las suyas propias como si no hubiese pasado nada. Cielo, yo puedo jugar al mismo juego. La llevé delicadamente a la barra para pedir algo. Yo repetí mosto y ella… me copió con una mirada un poco de diablilla. Le agradecí a la camarera el trabajo excelente que estaban haciendo, porque vaya paciencia estaban mostrando. En ese momento decidí para mis adentros pagarles a todo el equipo una bonificación de mínimo el 25%. Y mientras lo decidía, mi mano se paseó muy inocentemente –por supuesto– de la nuca de la pelirroja por su columna hasta… diría peligrosamente territorio primeras lumbares… Creí detectar unos hoyuelos en la espalda y a mí esos son los detalles que me hacen caer por completo… Su mirada se cruzó con la mía. No dijimos nada.

Se nos acercó un miembro de número de la RAE. Le presenté a Caterina como una socia de hace muchos años y la muy buena hizo el papel hasta inventándose un viaje a Mónaco en el que nos habíamos conocido después de un embarazoso incidente con una tostada de mermelada en un hotel de Monte Carlo que justo cayó en su muslo desnudo… El académico nos miraba con atención y le pareció que la anécdota era “pintoresca”. Supongo que sabía lo que se estaba encendiendo entre Caterina y yo porque mi fama de Lesbiana Mayor del Reino es tan conocida que ya no escandaliza a nadie, ni a la Casa Real, pero eso es una historia para otro día. Aun así, el académico se limitó a comentarme sobre un tema sociolingüístico sobre el que había escrito yo en un conocido periódico conservador.

Caterina se me separó prudentemente un rato. Era hábil. Me gustan las mujeres hábiles porque yo me considero hábil también en el fino arte de jugar en el campo de terreno de La Corte. Decidimos que volveríamos a encontrarnos después de abrir la exposición de Pere… Por cierto, Pere nos había estado observando y, cuando ella se había mezclado ya entre la multitud, se acercó y me dijo:

Ariadna, ella és molt guapa, no?

Que te n’has adonat? –le dije, socarrona–. Ai, sí… m’ha guanyat en un segon… No em sol passar així, la veritat…

No, normalmente yo soy muy tímida y muy de fuego lento… pero llevaba ya tiempo muy animada, muy en mi elemento, elegante, rodeada de personas que me elevan la vida, y supongo que eso me abre y me hace sentirme más segura y, a la vez, me hace más atractiva… Yo qué sé… Suelo dar más tumbos, pero esta noche me sentía cazadora y presa a la vez y me encantaba la sensación.

Vinga, Pere, ara és l’hora que siguis tu el protagonista d’aquesta nit.

La exposición se inauguró con un aplauso estrenduoso, en una sala contigua que habíamos mantenido cerrada hasta ese momento. Sí, quienes entendíamos de arte mirábamos esos artefactos de metal mezclado con mármol y lo que veíamos era potencial, pero no una obra buena. Sin embargo, todos celebramos a Pere, que consiguió decir un breve discurso de agradecimiento… Lo ayudé un poco y el ambiente fue bastante distendido.

Uno de los invitados más aristócratas –y muy entendido en arte– alabó la destreza de Pere y se autoproclamó como guía oficial de la exposición delante de todo el público… lo cual me descargó a mí de la responsabilidad y se lo agradecí en mi alma. Era un señor mayor, viudo reciente el pobre, y ya sabemos que a alguien así hay que dejarles paso para que se alegren y alegren la vida propia y ajena.

Yo busqué con mi mirada a Caterina. ¿Dónde estaba esa silueta verde con destellos? No la encontré y casi me angustié ante la posibilidad de que se hubiese escapado… En esa duda estaba yo cuando noté una mano en mis costillas y vi su guiño. Me guió ella hacia fuera de la sala de exposiciones, de vuelta a la sala de la recepción, ahora vacía y silenciosa… solo estaban los camareros medio ordenando y medio esperando a que volviera gente allí después de ver las esculturas. Alguna nos miró con una idea bastante precisa de qué iba a suceder entre Caterina y yo, pero a este equipo lo adoro por su discreción fidelísima.

Pasamos directamente al vestíbulo de la mansión. Yo me alojaba en la mansión por esa semana para tener más facilidad con la organización, porque al día siguiente habría pedidos de compra seguro de alguna obra y porque me encantaba el lugar y me encantaba la cama de matrimonio del dormitorio principal. Obviamente subimos las escaleras, ya cogidas de la mano y, obviamente, nos dirigimos al dormitorio.

Cerramos la puerta con llave. Mandé rápido un mensaje a mi jefe de gabinete, que había estado haciendo el trabajo sucio toda la velada con los advenedizos. Estoy ocupada. Jaime sabía lo que eso podía significar porque él también se marcaba sus escapaditas con chicos en algún evento y yo lo dejaba, siempre que me avisara de algún modo… claro.

Nos tiramos en la cama monumental. Frotamos nuestras piernas suaves de la una con las de la otra usando la seda de las sábanas de la cama como accesorio.

–Bueno, Srta. Montecassino, ¿de qué quería hablar Ud. conmigo en privado?

–De lo bellísima que está Ud. esta noche, Srta. Vigo…

Nos reímos a carcajadas y yo caí encima de ella por perder el equilibrio. Nos reímos aún más y temimos que nos descubriera alguien… La miré desde arriba y ella desde abajo. Nos besamos. Me supo a mujer interesante. Ella me dijo que yo sabía a mujer deliciosa, pero creo que se estaba riendo de mi frase.

El ritual… ay, el ritual. Estuvimos un rato largo y, como toda primera vez con alguien, con más de algún fallito tonto… pero nos entretuvimos, nos quisimos, nos disfrutamos, nos contamos cositas para ponernos un poco más tontas… Le encantaban mis manos. Me encantaban sus mordiscos. Me encantaba el olor de sus ingles y a ella el de las mías. Chocamos rodillas –¡qué daño!–, pero eso es parte del directo. Rozamos, sentimos, intentamos no sudar mucho, porque había que volver abajo en algún momento… Me encantó verle todas sus pecas en toda su piel bajo la luz de la habitación, los pendientes dorados en los pezones y ombligo y el tatuaje de la espalda: una serpiente alada que mordía un hueso… y sí, tenía hoyuelos en la espalda. A ella le encantaba mi piel sin casi ningún lunar, la forma de mis caderas, me recorrió con sus labios los míos y…

Fue el mejor momento para acabar gimiendo y sonriendo desnuda con otra mujer, probándonos las mieles de la una y de la otra, mientras unos señores con aires de importancia se hacían los importantes con vino y champán en la planta baja sin imaginarse siquiera dónde ni qué estaríamos haciendo.

Volvimos no sé cuánto rato más tarde. Volvimos juntas, arregladas –ella venía preparada con todo en el bolso, como a mí me gusta–, animadas hablando entre nosotras. Nadie salvo Jaime –harto ya de la gente– y el matrimonio de Sus Excelencias los duques se dieron cuenta. Se acercaron a nosotras justo al reaparecer en la sala y la duquesa, simplemente, se limitó a enderezarme el broche de lavanda en el vestido y a ordenarle un mechón de fuego a Caterina con una sonrisa que parecía la de una abuela contenta de verme a mí contenta.


Tú me mirabas con una sonrisa súper grande y excitada. No te esperabas que mi sueño fuera así.

–¿Tú crees que puede ser posible?

–Ya lo has conseguido, Ari. Solo tienes que sacarlo para afuera.

La besé, bajando de sus labios a su clavícula de piel estrellada por las miles de pecas en su piel cobriza mientras su cabellera de fuego se mezclaba con la mía de madera oscura. Desde sus lumbares, una serpiente alada me miraba con cariño.