Me he sentado en el sofá de mi habitación, con la ventana abierta para que entre un poco de aire fresco. Solo ilumina la escena la lámpara de mesa de mi escritorio. Me acompañan Marianne –una de las gatas del piso, la más cachorra de las dos– y una taza de té especiado con leche. Me he puesto un pijama limpio, pero no me he desmaquillado la cara aún.

En mis auriculares –quería aislarme de mis compañeras de piso– suena una playlist que me encanta para concentrarme.

Frente a mí, hacia mi derecha, junto a la ventana abierta, tengo un espejo de pie que habéis visto unas cuantas veces en fotos mías. Me miro y me sonrío. Aunque haya pasado ya tiempo, una parte de mí se alegra cada vez que me miro en el espejo, como si fuera la primera vez que me doy cuenta de cómo me veo.

Cada vez encuentro algo nuevo que me sorprende y me gusta… Cada vez aprendo más sobre quién soy, sobre qué me cuenta ahora mi cuerpo con sus sensaciones nuevas, con su nuevo lenguaje… Cada vez aprendo más sobre mi alma y sobre tantas cosas que he vivido o las que vivo ahora nuevas.

Muchas veces se dice que amemos el proceso… ojo, cualquier proceso que nos toque vivir, no hablo en específico del mío… y está bien decir que lo amemos… pero…

Pero para amar el proceso necesitamos perdonarnos mucho antes. Necesitamos sanar mucho para quitarnos la venda que son nuestras heridas y que llenan nuestras venas con dolor que ocupa el espacio donde, idealmente, debería estar el amor.

Lo digo porque hace un par de años, en una de esas conversaciones justo previas al crack y no precisamente una buena conversación, una persona me soltó la prédica de “amar el proceso”. Me la soltó en el peor momento posible. Yo estaba rompiéndome en mil pedazos, en un abismo y, de hecho, lo inevitable pasó tan solo un par de días más tarde… de una manera que sigo diciendo que fue más con el dolor de un parto que una fiesta de orgullo.

¿Cómo vas a amar el proceso si sientes que se te acaba la vida, no tienes ya casa, las circunstancias te obligan a abandonar la ciudad hacia lo desconocido y apenas tienes un dinero prestado por una amiga que no sabes cuánto te va a durar apenas emprendas la ruta? Y encima, la máscara perfecta pero ya quebrada se destroza a cada minuto porque la niña necesita nacer ya o la alternativa era…

En ese momento no puedes amar el proceso. Lo odias. Sabes que lo tienes que hacer, pero lo haces como quien acepta una quimioterapia. No tienes espacio en el alma para respirar hondo y amar lo que te está pasando. Hay rabia, hay miedo, hay dolor, hay una sensación extraña de estar perdida, pero también un rayito ínfimo de esperanza… un rayito que hacía que yo, delante del espejo de una habitación de una pensión en la que pasé todo octubre 2020 –pagada por alguien que me salvó la vida–, me dijera: “Todo saldrá bien. No sé cómo, pero todo saldrá bien”. En ese espejo solo había una ligera sombra de la mujer que soy hoy…

“Todo saldrá bien” me acompañó muchísimo tiempo. Aún me lo digo cuando siento que la ansiedad me devuelve a estados que no me gustan. Esa esperanza era una semilla que, muchas veces, buscaba sentir con todo mi corazón y todo mi ser, hecha una bolita, en posición fetal, en la cama… como queriendo buscar con mi cuerpo algo en lo más, más hondo de todo mi ser, tan hondo que necesitaba volver a la posición en la que crecí en el vientre de mi madre.

Esos eran mis primeros pasos para sentir algo bueno acerca de lo que estaba pasando.

¿Y sabéis qué? Hoy en día vuelvo mucho a esa posición en la cama, pero para sentir algo diferente. Del mismo modo lo siento cuando me veo en el espejo o cuando alguien despedaza mis miedos ofreciéndome su cariño en el día a día. Siento algo que me recorre entera desde dentro y me arrebata sin que yo pierda el control. Es un arrebato suave. Es un fuego que no me hiere a mí misma. Puedo sentir cómo mi sangre transporta desde mi cabeza hasta los pies una vida nueva que ha casado en verdadero matrimonio mi cuerpo con mi alma de una vez por todas.

Ahora puedo decir que amo mi proceso. Me tomo las cosas de otra manera ahora. Me he liberado de muchísimo lastre y, no, no ha sido nada fácil. Tampoco lo he conseguido yo solita. Pero para amarlo he tenido que aprender a sentirlo, sin esconderme de los sentimientos más oscuros… y sin dudar de los primeros sentimientos buenos que comenzaba a sentir en mi vida. Es que, cuando te has acostumbrado a la oscuridad, la luz también asusta hasta que te acostumbras a ella al cabo de un tiempo.

Somos biografías imperfectas. Y eso es súper bonito.

Si estás en un proceso largo, con dudas, con esa mezcla de experiencias la mitad de las cuales ni entiendes, pero sientes que tienes una semilla que está creciendo y que te está volviendo tú… Cielo, te aseguro que lo primero es que abraces los sentimientos que te broten: los buenos y los malos. Vívelos todos. Enfádate, ríete, llora a moco tendido, siéntete imparable, siente el miedo… siéntelo todo. Eso es lo primero. No te fuerces a sentir “lo correcto”. Por ejemplo, a las personas LGTB se nos exige un poco sentir y mostrar “orgullo”. A los emprendedores se les exige sentir y mostrar una especie de “audacia” que puede rayar con la temeridad. Pues no, si no lo sientes, no lo sientes y no hay nada malo en ello… Seguramente sientes otras cosas que son las que te han empujado o guiado a tu camino.

Siente tus sentimientos. Siente tu proceso.

Y no, esto no garantiza el “éxito”. Yo muchas veces me repito que, en cualquier momento, todo se puede torcer o que puedo descubrir que, en realidad, mi vida tiene que ser diferente… Es mi memento mori personal, un poco. No sé, habéis visto casi en vivo cómo me he tenido que quitar la venda respecto de mi orientación sexual… pero aprendí muchísimo de mi fase hetero. Nunca volvemos atrás realmente… Pero para estar en paz con los cambios que nos encontramos, hace mucha falta aprender a sentir el camino que hacemos y, de ahí, amarlo.

La razón aquí es muy traicionera… la cabeza intenta siempre construir un relato de todo lo que hagamos o dejamos de hacer. El relato tiene su utilidad, porque de algún modo nos tenemos que entender, pero la realidad es que cuando una está en medio de un proceso la información que tenemos es muy poca. El relato que nos creamos –es inevitable crearlo– es muy parcial… y más bien nos intenta justificar y… la trampa está en que nos aferremos a ese relato e intentemos hacer de él una realidad como inmutable para frenar el proceso, especialmente si nos empeñamos en que la realidad se ajuste a ese relato…

Insisto: el relato racional es inevitable. De hecho, un relato bueno ayuda mucho a liberar las emociones.1 Lo que es peligroso es que nos arrebate las riendas de nuestro ser cuando todavía no ha sido alimentado con suficientes experiencias, suficientes sentimientos, suficientes vivencias…

Bostezo. Es ya muy de noche y me toca trabajar por la mañana, pero no quiero dejar este post sin terminar. Quiero, al menos, dejar listo un borrador con principio, medio y fin… Quizás por la mañana o por el mediodía pueda revisarlo e, incluso, publicarlo.

Hay una última cosa que os quiero decir, queridas y queridos.

Somos seres temporales. Vivimos en el tiempo. Somos, por definición, cambio perpetuo toda nuestra vida. Sin embargo, nos encanta tener las cosas en estados finales, ya sea que una historia se cerró con un final feliz o con un final triste. A veces, cuando algo no puede o no queremos que tenga un final, le creamos una etiqueta permanente… que, muchas veces, se despega y deja de serlo… para nuestra propia frustración.

No, no es una tendencia mala. Etiquetar no es malo si nos ayuda a entendernos mejor –pero puede llenarnos de prejuicios hacia los demás y hacia una misma–. Eso y que nos guste reducir los cambios es parte del relato y, supongo, que tiene alguna razón evolutiva…

Pero lo que no podemos olvidar es que lo estable es la excepción… si es que realmente existe la estabilidad. Todo está en cambio constante, porque vivimos en el tiempo. Cada una de nuestras almas y cada uno de nuestros cuerpos está cambiando, en un baile hermoso entre sí y con la realidad que nos circunda. Quizás, a veces, no lo percibimos tanto o no queremos percibirlo… pero está.

Nuestra alma y nuestro cuerpo sí que notan, en cambio. Sentirnos es escucharlos a ambos cómo nos recuerdan que somos tiempo y cambio. Por eso es precioso y tan necesario parar y sentirnos para sentir nuestros procesos. Todo comienza con un abrazo a una misma o cerrando los ojos… o acostándote en posición fetal mientras te acaricias el muslo y los brazos, como hago yo… Como sea que te lo pida tu ser, cariño…

Pero siéntete, porque sentir tu vida es sentirte a ti. 💜


  1. Creo que debería escribir pronto algo sobre cómo aprender más y más de sexología me ayudó a crear un relato sano sobre mi transexualidad, coherente con lo que he vivido y sentido. Es que yo caí víctima de relatos muy, muy contraproducentes que estoy segura que me hicieron ciertos pasos más difíciles de lo necesario. Pero, bueno, necesité pasar por ese camino… ↩︎