Llevo un par de días queriendo dar salida a un calor que siento en mi pecho. No es un calor cualquiera: no es fiebre ni es molesto. Es un calorcito que se siente pequeño, como contenido, que ha anidado justo en mi esternón. Siento cómo baila como la llama de una vela al ritmo de mi respiración. Quería darle forma con palabras, porque es como sé darle forma a los sentires…

Pero han sido muchos intentos fallidos ya. Cuando has fallado tantas veces, te preguntas dos cosas que son la misma pregunta con dos disfraces diferentes: que si lo que sientes no merece que escribas sobre ello o que si lo que sientes es tan profundo y tan sobrenatural que es imposible de ser capturado por las palabras.

Las palabras nacieron con los sentimientos. Son sus aliadas. Si se escapan, es porque quien blande la pluma está distraída con su ego.

Me di cuenta de que mis palabras no querían casarse con ese calorcito de mi pecho porque… porque… porque quería ocultar la verdadera naturaleza de ese pequeño fuego entre grandes ideas, grandes cielos y grandes horizontes… Y no, es que es un fueguito que nació un día, no sé cuándo, y que, simplemente, está ahí… No es un incendio poderoso de esos que se ven por la tele, que tragan bosques enteros o que salen de la boca de un volcán, ni es un espectáculo de pirotecnia, ni es un candelabro majestuoso sobre un altar…

Solo es una llamita que da un poquito de calor en mi pecho.

Esa llamita me acompaña siempre, aunque muchas veces no le haga caso. Esa llamita no hace nada extraordinario. Simplemente parece que está ahí para que mi corazón no se enfríe ni se haga piedra.

Y si mi corazoncito no se de hace piedra o de hielo, entonces, lo que pasa es que veo las sonrisas, las miradas llenas de cariño y recuerdo una mano que se posó en mi brazo hace poco un día que me sentí un poco pudorosa. Con el corazón calentito me doy cuenta de la vida bonita que tengo.

Quizás ese calorcito suave, que me coge como con una mano con mucha delicadeza, lo puso una diosa cariñosa para que yo aprendiera a ser como ella y a verme diosa también. No lo sé.

A veces me olvido de ese calorcito. No es que se vaya, sé que está, pero me enfado y me refugio en hielo, tormentas y rayos, enamorada fugazmente por lo dramático, por lo espectacular… que nunca queda. El calorcito no se va; me espera. Cuando vuelvo a él, bajando la cabeza a mi pecho desnudo, con las manos en los muslos suaves y, a veces, alguna lágrima acompañada de un moco, ese fueguito simple me seca el pelo mojado, me abriga y me hace sentir que he vuelto a casa.

Algunas veces ese fueguito me invita a un baile, un baile de ondas que surgen de una fuente inagotable de chispas de colores y un océano de vida que recorre mi piel. Es a veces. Es cuando nos hablamos en susurros. Luego vuelve a su calorcito natural, aunque su color permanezca un poquito diferente durante un rato.

Entonces me miro en el espejo de mi alma y en el de mi habitación, desnuda o con ropa, y me parece que estoy en un camino bonito que empiezo a saborear más. Al final, y esto es ese fueguito amable que se ha instalado en mí el que habla por las puntas de mis dedos que atraviesan el teclado…

Es que, Ari, eres una más… sin más…

Y eso me hace sentir como con arropada por una mantita, con un té caliente entre mis manos y vestida con el pijama más cómodo, con los ojos cerrados… Suspirando… Sonriendo… Y en paz, porque sé que estoy protegida del frío y de la oscuridad por mi fueguito interior… por ese calorcito en mi pecho de mujer 🔥