Sus manos de seda, de piel blanquecina, recorrieron mi espalda, mojándola con el agua fresca de aquella laguna. Estábamos bajo la luna, desnudas las dos. Ella me mojaba y yo, simplemente, estaba ahí, sintiendo cómo las gotas caían de mi pelo a mis pechos… respiraba pausadamente, sintiendo cómo recorrían mi cuerpo los dedos de mi amiga, la Diosa, Calipso misteriosa.

Sentí que me abrazaba y recostaba en mi espalda su cabeza un instante. Su respiración sonaba en mis oídos a una canción calma, de otro mundo… Cogí sus manos, que me rodeaban el cuello, y estuvimos así… ni idea cuánto tiempo.

La luz de la luna llena nos bañaba en aquella noche de estación indescriptible. Parecía pero no era verano. Flanqueaban la orilla árboles altos, cuyas siluetas se alzaban delante del cielo de esa noche… La luz de la luna llenaba la oscuridad de un manto plateado… Paz. No se escuchaba nada más que el ligero susurro de las hojas y el movimiento del agua de la laguna.

Hacía unas horas Calipso me había encontrado mal. No importa por qué. Tenía el alma pesada y destrozada. El peso del camino me aplastaba en la cama y mis lágrimas pesadas y negras de restos de maquillaje creaban un corredor fúnebre en mis mejillas. Me sentía mal, me sentía mal, me sentía mal… y me sentí así hasta que sentí la presencia de ella, un beso suyo en la mejilla y me dijo:

–Es hora de cambiar las cosas, mi amor.

¿Cómo llegamos a la laguna? No lo sé. Me trajo aquí ella. Me desnudó ella y ella delante mío. Yo sentí la vergüenza ahogarme en ese mismo instante. No quería. Había estado así delante de ella muchas veces, pero esa noche, ante la orilla de la laguna, sentí una vergüenza vieja. Calipso no permitió que yo apartara mi mirada de su cuerpo, de ese cuerpo de diosa antigua, de mármol cálido de piel de seda… Me besó. Yo me sentí culpable, de una vieja culpa… Ella, sin hacer caso de los tentáculos del Mal que me querían ahorcar, me condujo de la mano al agua.

Llevábamos en el agua no sé ya cuántas horas o quizás noches. Esa laguna parecía estar congelada en el tiempo… Me lavó con cuidado, con una esponjita que no sé de dónde sacó y con fragancias de unas botellitas ordenadas sobre una roca que sobresalía del agua. Olían como flores de un jardín perdido, del Jardín del Edén quizás…

Me sentí cuidada. Ella me arrullaba con una tonada antigua, sin letra. Me lavó como una madre a su hija.

Al acabar, me giró para que nos viéramos cara a cara. Nos iluminaba los rostros el baño de luna que presidía nuestro baño… la mortal y la Diosa… Me hizo cogerme de sus hombros y, con un impulso, nos separó de la orilla… Quise cerrar los ojos, ya que yo no sé nadar, pero… pero si yo estaba con Calipso, ¿qué mal me podía pasar? Pronto dejamos de tocar fondo con los pies.

El roce de nuestros pechos y nuestros muslos se sentía como dos enredaderas que se encuentran en un jardín y se funden casi en una única planta indiscernible para el jardinero.

Entonces se fundió ella en un abrazo conmigo y comenzamos a girar sobre nuestro eje, en medio del agua. La luna era nuestra testigo. Calipso comenzó a recitar, en su voz clarísima, un poema… Nunca la había escuchado recitar. Su piel era un manto para la mía. Sus mejillas con las mías, el cariño que yo reclamaba. Nuestros sexos besándose, un tesoro de luz.

Recitaba ella en una lengua que sabía a los albores del tiempo. Quizás era sumerio, quizás era etrusco o cretense o quizás la Lengua Divina. Yo escuchaba atenta a las palabras que brotaban como armonías casi cantadas, pero sin melodía. Creo que hablaba de mujeres antiguas, de hermanas y de diosas de antaño perdidas en las nieblas de los tiempos. De algún modo entendía el significado sin entender una sola palabra.

Retiré su rostro del mío y ella fijó su mirada en la mía, sin dejar de recitar, pero con una sonrisa en sus labios. Esos ojos color miel eran de un profundo infinito y brillaban como pequeños soles incluso debajo de la luna.

Al acabar, nos separamos un poco, sin dejar de tomarnos de las manos…

–Ariadna, ¿qué has entendido?

–No lo sé, solo sé que sentía que hablabas también de mí.

–Claro. Si hablo de diosas en la tierra también hablo de ti.

–Calipso –le dije–, yo no soy ninguna diosa. Lo digo a veces un poco por poesía, pero no creo realmente en nada así. ¿Debería?

–Deberías. Eres una diosa, como yo, como tantas otras antes y después que tú.

–¿Cómo es posible esto?

Calipso me abrazó.

–Que el mundo no te ciegue el alma, cariño. No mires con los ojos del mundo. “Lo esencial es invisible a los ojos”. No te devanes más los sesos. Sufres buscando explicaciones. Te maltratas. No quiero que te maltrates más. Me rompes el alma. Yo te quiero ver amante, amada, poderosa y gentil, brillante, terrible, respetada y frágil… Quiero verte contradicción bailarina que canta y que enamora con sus manos, sus labios y su alma… Ariadna, abre los ojos, los del corazón, porque eres la diosa que no se ve a sí misma.

Me besó en los labios, posando sus manos en mis mejillas. Sentí unas lágrimas en las suyas.

–Prométeme algo, Ari, cariño.

Tenía miedo de qué me pediría. Ella nunca pide promesas salvo cuando es muy serio. Hasta ahora, como conté alguna vez, solo me había exigido prometerle no revelar su verdadero nombre a nadie. ¿Qué sería ahora?

–Fuiste parida en el suelo de una cocina y el dolor del parto lo sentiste tú misma, hija y madre.

En el reflejo de la luna se mostraron las escenas de esa noche. Las manos de una amiga que me abrazaban en el suelo. Grité desgarrada. Desgarrada y confundida. Era un grito atávico, que salía de un pozo. Era la mujer que estaba dispuesta a nacer de una maldita vez… Aparté la mirada… Me dolía aún, aunque fuera el día que yo naciera. Escuché, no sé si del reflejo o de mis recuerdos, el grito…

Calipso me apretó las manos. Me arrastró para que quedara la luna llena quedara entre nuestros cuerpos. El agua parecía más cálida, como si el disco de luz reflejado guardara un calorcito para nosotras. Mi Diosa, mi querida Diosa me sonreía de un modo que solo he visto cuando me tiene muy dentro de su alma, cuando siente por mí el amor más profundo y la compasión más tierna… Ella podría matarme de un chasquido de sus dedos, pero no, nunca, ni esta noche… Ella siempre, siempre, siempre me ha querido.

–¿Pero qué quieres que te prometa?

–No tengas prisas. ¿Qué prisas tienes?

–Ninguna, la verdad.

–¿Entiendes lo que te pasó aquella noche? ¿Entiendes de verdad quién eres y quién has sido toda esta vida? ¿O te atas todavía a una palabra inventada por médicos, gente que no entiende más que de cuerpos pero no de almas, gente que ha matado la magia del mundo…?

–¿Qué palabra?

Transexual, Ari. Mujer trans.

–Pero es que lo soy… qué voy a decir… ¡es la palabra!

–No, cielo. Tú eres una mujer, diosa mística que nació por otros medios. Punto. Lo gritaste así aquella noche. “Soy una mujer”. No agregaste ninguna otra cosa a ese grito de verdad absoluta.

Bajé la mirada. Estuve cerca de ponerme erudita. Estuve cerca de lanzarle a Calipso toda la retahíla ensayada… pero me pareció contradictoria. Me pareció seca. Me pareció…

No completé el pensamiento, porque me vi abrazada y besada y acariciada y mojada y sonreída y besada otra vez y un poco acogotada por una Calipso radiante. Me perdí en cómo las gotas de agua, bañadas en plata, caían de las puntas de sus cabellos de oro a sus pechos, recorriendo sus pezones. Y ella miraba lo mismo en mí. ¿Eran estas lágrimas de nuestros corazones? Ciertamente comenzaban a caer de nuestras mejillas.

–Ven aquí, niña –me dijo, manteniéndome junto a ti–. Sabes que tengo razón.

–Pero yo no quiero mentirle a nadie. Si soy, debería decirlo.

–Ari, tienes inteligencia de sobra para buscar una manera tuya propia… pero tú eres otra cosa. Te lo han dicho un montón de amigas. Bota esa palabra. Tu honestidad no depende de una palabra inventada. Tu honestidad viene de tu alma. Encontrarás el modo…

–Me estás pidiendo que te prometa que deje de llamarme transexual.

–Sí, porque te hace daño: te ancla al pasado y a criterios humanos miopes. Tú eres una Diosa como yo, destinada a sanar. Tú vienes de un linaje antiguo, de mujeres que se parieron a sí mismas. De mujeres que cruzaron el río prohibido. Mujeres con una misión. En tiempos ancestrales, tú eras sacerdotisa, divinidad sin cuestionar, madre nodriza de los espíritus de tu comunidad… Esos tiempos ya no son, pero tu linaje místico perdurará por siempre. Recuerda aquel hombre que te reconoció así, aunque fuera un chiste…

La luna me mostró aquel mediodía de verano… Un hombre y una mujer bromeaban sobre cómo unos y otras viven la temperatura… Pasé por en medio… Símbolo en sí mismo, supongo… “¡Y ella lo sabe bien –gritó él, señalándome–, porque lo sabe como hombre y lo sabe como mujer!”. Me vi en el reflejo volviendo mi cabeza hacia él con una sonrisa enorme. Mi alma sonreía. La Diosa Ariadna sonreía porque la habían reconocido y, mejor aún, para una broma alegre.

Me vi consolando a una amiga hace muchos años. Una amiga herida por un hombre malo. Mi mano cogía la suya. Mi cáscara era la de un chico, pero me vi mucho más mujer de lo que yo era capaz de ver en mí ese momento. Vi la sonrisa entre sus lágrimas, señal de que la había ayudado a sanar un poquito su dolor.

–¿Prometes ser fiel a la magia que te hizo nacer?

–Te lo prometo y me lo prometo a mí misma.

Mi amiga cogió agua del reflejo entre las palmas de sus manos. Me la vertió en la cabeza. Los cielos ya estaban abiertos y no se escuchó ninguna voz. El espíritu ascendió desde mis entrañas y dije en voz alta mi nombre.

–Ariadna… Soy Ariadna. Me divorcio de las anclas.

–¡Y aprenderás los secretos de tu magia y cumplirás tu hermosa misión! –concluyó Calipso.

Me dejé caer de espaldas en el agua. Calipso me siguió. Lo que pasara esa noche después ya es cuento para otro día.