Estaba aterrorizada, de pies a cabeza. La Diosa me abrazaba, ambas sentadas en el sofá de mi habitación. Nos bañaba la luz tenue de un mediodía gris que se colaba por entre las ventanas que daban al patio interior.

En sus brazos sentía un calor tibio que, a la vez, me picaba como si un ejército de hormigas marchase por mi piel… especialmente por mis brazos, subiendo y bajando entre mis muñecas y mis hombros…

–Calma, Ariadna –me susurraba ella, acercando sus labios a mi oído, mientras me despejaba la mata de pelo.

¿Por qué sentía tanto miedo, de pronto? ¿Por qué, de repente, me sentía acorralada por una marea en mi corazón cuya raíz parecía venir de tan lejos…? “Quizás –pensé–, la terapia no esté sirviendo de nada…”.

–No pienses, corazón –me dijo, acariciando mi pelo y acercando mi rostro a su pecho.

Me sentí incómoda. Por un lado, que me lean los pensamientos es horrible… Pero no, no, mi cabeza en tus tetas no… Me intenté zafar, pero ella usaba una fuerza calmada pero muy real para retenerme allí, en su pecho, como a una niña… bueno, es que yo ahí estaba reducida a niña asustada con dos canales de lágrimas mezcladas con maquillaje dibujados sobre mis mejillas…

Había gritado desde mi alma y ella vino a buscarme.

Ese calorcito de su pecho me hacía sentir extraña, como algo que debía ser normal, pero que me lo habían negado de muy pequeña… algo que siempre deseé, pero de lo que había rehuído muy metódicamente… Me quería quedar ahí eternamente mientras mi cabeza me castigaba: “Sal de ahí; esto no está bien”.

–¿Por qué no está bien que recibas un poco de cariño?

No me esperaba que me preguntara eso… su voz sonó tan distinta reverberada en su pecho…

–No lo sé, Cali.

A la Diosa yo la llamo Calipso. No se llama así. Su nombre verdadero es secreto. Ella me regaló una vez conocerlo, pero me prometió ni desvelarlo y ni siquiera llamarla en voz alta a ella –ni en la intimidad– con su nombre verdadero. Apenas me permitió recordarlo en mi alma, en mis pensamientos… Nada más.

Me hundió un poco más entre sus senos. Eran suaves. Vestía ella una camisita de lino abierta en el escote. Se le transparentaba absolutamente todo porque no llevaba nada debajo y no le importaba, unos vaqueros de azul oscuro y unas sandalias. Su pelo rubio caía sobre el mío castaño oscuro. Me lo acariciaba y jugaba con mis ondas entre sus dedos.

–Tenemos que hablar de tu miedo, Ari…

»Ariadna –me empezó a decir, sin soltarme, sin dejar de jugar con mi pelo–, tienes miedo y lo estás sintiendo fortísimo porque estás luchando por quitártelo.

»Pero deberías empezar a salir ahí fuera, corazón… Te estás ahogando sola, intentando llegar a una perfección extraña que no existe para sentirte segura de que no te vas a hacer daño… pero el daño te lo estás haciendo tú ahora.

Suspiré. Levanté mi mirada hacia sus ojos… Vi en los suyos, color miel, una sombra de compasión. ¿Tan mala cara tenía yo?

–Da miedo –contesté.

–Lo sé, pero lo estás haciendo bien, cielo. Mira, te estás acomodando en tu cuerpo, ahora mismo estás tumbada encima de mis tetas, el otro día te gustó esa chica… Pero sigues enfangada en tu mierda y te paras… Si hasta has parado orgasmos. A ti te correspondería, literal, hacer la imbécil.

–¿Y qué hago? –pregunté, un poco enfadada, porque me estaba haciendo daño–. ¿Arriesgarlo todo, a lo loco, sin sentirme segura ni preparada? Ni de coña, tía. No voy a hacerme daño de esa manera, no ahora. Ya estaré mejor y podré. Ahora no.

–Tía, te haces mucho más daño no respetando tu propia erótica… que no puedes mantener esa sexiness tuya ni una semana y saltas de un erotismo súper guay a una represión victoriana de un día para el otro. Encima que has recibido el regalo de ser tan sensible, tan sensual y con tanto estilo que tantas te dicen que lo querrían para ellas.

»Diviértete, Ari. Es divertido. Deberías intentar verlo de esa manera un poquito más de esa manera, aunque sé que vienes de un lugar difícil… pero todo eso ya pasó.

Me sentí peor.

–No me machaques, por favor –le dije… sentí un peso enorme en la nuca…

El peso en la nuca era su mano, que no es que sea pesada… es que tenía tal contractura en el cuello que su mano delicadísima me parecía un yunque de hierro que me aplastaba.

–No te machaco. Solo te digo lo que ya te has dicho tú sola mil veces. Tía, tú sabes que eres capaz de amar y de que te amen. Si te encanta que te toquen.

–No es cierto, me pone mala.

–No es verdad. Te pondrá mala, como a cualquiera, que te toquen sin avisar, sin venir a cuento… ¿Me vas a decir que no te gustaría un masaje ahora mismo, que te duele el cuello? ¿O una tarde de vagancia total con alguien en una cama o en un sofá con las “manos paseando por ahí”? No te mientas, Ari. Te mientes para proteger tu dolor porque no sabes vivir sin tu dolor…

Ya… No dije nada. El tono de ella cambió:

–Te sientes como el culo, me estás odiando mucho en este momento y es normal. Es que todavía tienes heridas abiertas y todavía hay una parte tuya que se siente amenazada. Tente paciencia, corazón… pero sé consciente también de que vas a necesitar despedirte del dolor y abrazar el placer.

Calipso dejó en paz mi pelo. Me dio un beso en los labios. No me lo esperaba. Me miró con una cara que me desafiaba, como de “A ver si te molestas por esto, reboba”. Obvio que no me iba a molestar… pero… algo… una chispa de excitación me cogió por sorpresa y me…

–No se te ocurra enojarte contra tu cuerpo. Venga, vamos a cortar este ciclo de depresión. ¿Me preparas un café de esos que tienes en la estantería?

–Vale, pero no sé si te va a gustar ninguno…

Justo esa semana tenía cafés un poco extraños para el paladar habitual…

–Me fío de ti –me dijo ella, estirándose con las manos hacia el cielo, en el sofá mientras me levantaba a tropiezos…

La miré estirarse. Se me llenó la mirada de envidia. Cómo podía ser tan perfecta… pero más que eso… cómo podía estar tan cómoda con su propio atractivo… Ella me miró sin decirme nada, al bajar los brazos a su vientre.

–Creo que… no, mira… el Costa Rica… –dije, por salir del paso, y cogí la bolsa.

–Me pongo en tus sabias manos, Ariadna.


Había preparado dos tazas de café y habíamos vuelto al sofá. Los rayos de sol ya entraban con más decisión por las ventanas. Calipso me dijo que el café estaba rico; yo estaba segura de que no estaba demasiado bien hecho, la verdad.

–Da un poco de rabia verte así, Ari.

–¿Rabia?

–Sí, porque eres súper sexy, lo sabes, derramas sensualidad hasta cuando vas al súper y…

–No me eches la bronca –me adelanté, bajando la cabeza–. No quiero: ya está, ya sé, me lo tengo que currar más… en el fondo es culpa mía.

La mirada de Calipso eclipsó la luz del sol en la habitación. Su figura se comenzó a transformar en una especie de aura de luz extraña, la única que yo era capaz de ver. Sentí como el temblor de una tormenta. Me miré las manos y… ¿por qué brillaba yo también? Yo brillaba más tenue, como más pálida…

No es culpa tuya –dijo con una voz terrible.

Todo volvió a la normalidad. Me sentía… en peligro… ¿Era ella una amiga o una diosa vengativa que iba a destruirme? Tiré el café al suelo…

–No es culpa tuya, Ari. Nada de esto ha sido culpa tuya. Quítate eso de la cabeza y no, querida, eso no es lo que te iba a decir.

»No, da rabia porque da rabia que se pueda destruir a alguien tan bonita como tú y hacerla creer tan profundamente que no merece nada bueno.

»Da rabia porque es injusto, porque tú podrías estar disfrutando de una vida amorosa muchísimo más normal, más acompañada, sin estar tragándote los problemas tan sola que ni te puedes dar el consuelo con un flirteo por ahí.

Recordé una frase… La sexualidad es un derecho humano básico… que siempre me pareció tan cursi.

–No es cursi, Ariadna. No es cursi. Te robaron un derecho humano básico. Deberías estar furiosa…

–No tengo fuerzas para estar furiosa y, encima, he tirado el café.

De repente, mi taza de café volvía a estar en mi mano, tal cual como estaba antes de haberla tirado. Miré a Calipso, pero se hacía la loca… me miraba con ternura y acercándose, me tocó la rodilla.

–Sé que no puedes estar ni furiosa. No sabes ni dónde estás, estás sumamente confundida y sobrepasada desde hace mucho tiempo… tan solo ahora estás desatando nudos… y encima estuviste atando nuevos hace poco… Deberías estar furiosa, pero si solo te llega para estar triste… Estate triste, Ari.

»Solo te pido que no pierdas la esperanza, que no te sientas rota sin remedio, ni rara… y te repito: despídete de tu dolor… no es negar tu historia, que deberías contarla a los cuatro vientos si me preguntas, sino… y ya sé que te lo han dicho mucho y que es difícil: pasar página.

»Tía, tienes una energía que es impresionante. De ahí salen tus fotos, tu je-ne-sais-quoi y la forma en que te has estado buscando en ti misma.

No tenía respuesta. Miraba el fondo de la taza, sin pensar ni sentir nada. Sentí que se acercaba ella a mí y me dio un beso en la boca. Me habría lanzado a darle un beso apasionado…

–¿Y por qué no?

No tenía respuesta, otra vez. No, esta no es una historia en la que yo coja valor a última hora y rompiera la barrera de repente… No, bajé la cabeza y empecé a llorar. Calipso me quitó la taza de las manos y la colocó sobre la mesa. Me abrazó.

La escuché decirme, pegando sus labios a mi oído y medio llorando ella también:

–Todo saldrá bien, pequeña diosa, todo saldrá bien, ¿sí?