Suspiro… Es una tarde tranquila. Estoy en pijama aún. Una vocecilla secreta me acusa de estar deprimida, que he vuelto a caer “en ese mal” y que no, que pasar un domingo de verano por la tarde suspirando es muy mala señal. Callo a la vocecilla. Los domingos, especialmente uno nublado y lluvioso de verano tardío como este, son para esto.

Se hizo la noche. Me pasé la tarde probando recetas de café, peléandome con medidas de molienda, ratios, etc. Me vino bien para sentirme activa. Ahora sigo escribiendo mientras espero que me llegue sushi a domicilio…

Me invade una especie como de melancolía. Desde hace tiempo, pero hoy mucho, que siento que he perdido mucho tiempo en mi vida. He hablado de esto respecto de lo sexual alguna vez, pero también lo veo en otras cosas: mi carrera profesional truncada y atropellada, demasiado tiempo perdido adaptándome a lugares nuevos para acabar yéndome… Una de las cosas con las que sueño es la estabilidad justamente por eso: poder tener un espacio estable que me permita hacer una vida más predecible…

Pero también… es que mi vida es muy rutinaria. Y también suspiro por aventuras. Me imagino tantas veces diciendo Se acabó y rompiendo las normas… Las he roto, pero a veces tengo la sensación un poco fea de que me detengo en cuanto las emociones se vuelven demasiado fuertes.

Y se me va la vida, como se me ha ido este verano. Yo en junio decía: “Voy a tener un verano guay”. No tenía planes pero mi plan era liberarme, viajar, improvisar… No he hecho nada de eso. He seguido mi rutina. He seguido estresada por las mismas cosas de siempre. De hecho –seré delicada aquí–, esquivé una propuesta erótica interesante por… ni idea por qué. O sea, sé qué razón di pero ahora creo que me estaba mintiendo a mí misma para evitar, para no mojarme… para no sé qué.

Muchas amigas me llaman valiente. Lo soy, porque obviamente me he enfrentado a miedos una y otra vez… a cosas graves objetivamente y a cosas que imaginaba terribles. Pero soy humana. Soy valiente al igual que cobarde. Depende del día, del reto, de cómo me sienta, de mis traumas, de mil cosas.

Llegó el sushi. Paro un momento para cenar.

Me falta alegría, creo. Alegría de vivir y de exprimirle el jugo a la vida. No puede ser. Tantos sueños, tantas fantasías, tantas ambiciones no se pueden quedar sepultadas en un gris nublado porque, en el fondo, creo que soy pequeña para esos sentimientos o porque crea que las emociones me van a superar y perderé el control.

Nunca me he gustado perdiendo el control. Me vuelvo estridente, ocupo demasiado espacio, llamo la atención de todo el mundo, me vuelvo atractiva de algún modo y yo me hundo en una especie de rabia culposa de que “No, a ver, vuelve a estar quieta, sosegada, mental y racional y solo muestra lo que te parezca cómodo”.

Me acostumbré años a llevar una máscara que, en su momento, tenía su sentido. No era fácil ser “la distinta” en el ambiente ultraconservador opusino en el que me crié. Eso se queda. Libre ahora, sigo echando mano de la máscara –aunque ahora tenga otra forma– porque no quiero molestar.

Me mato de sed emocionalmente. Soy la primera que escribe que no puedo seguir tan sola, que necesito más contacto humano cara a cara, que me vendría bien unirme a algo (pero offline)… pero muy rara vez escribo para quedar o ni eso, para compartir algo… No quiero molestar. Ya, tampoco quería molestar yendo a Barcelona este verano porque Uf, es que preguntar por si alguien me aloja…

Conozco la teoría. No me sirve que alguien ahora me diga que “Tú vales, no molestas, mira lo valiente, guapa e inteligente que eres…”. Yo eso lo sé. Lo que me para es que creo que no me merezco esa suerte, sino que me merezco aquello que fueron las últimas palabras que me ha dirigido mi padre, por email: que debería estar en la calle o en prisión. Quizás literalmente no me crea ese destino, pero, en el fondo, yo lo que quiero es que la vida sea una tortura porque… porque yo sé pelear contra la tortura, contra el infierno…

Yo sé salir de una nevera vacía por días, mareada por no comer más que arroz blanco con azúcar para mantenerme alerta, sé controlar una situación extrema como esa. Es un lugar cómodo. Es un lugar que me activa la adrenalina, la “épica” de la supervivencia…

No puede ser. Entonces qué lugar va a haber para el amor, el placer…

Suspiro. Releo estas últimas líneas y me doy un poco de miedo.

He luchado mucho y he tenido que invertir mucho tiempo en recuperar cosas muy básicas del ser humano… muy sola. No quiero que suene mal, pero tener una familia a tu lado hace todo más sencillo y yo envidio a todo el mundo que puede contar con la suya. No es que yo esperase que una familia resolviera mi vida, pero al menos tener el refugio de saber que tienes adónde volver aunque sea para tener un mínimo de compañía, aunque no te entiendan, pero que te quieran y te quieran ver bien… Quizás no tengan soluciones para ti, pero al menos saber que les importas ayuda a que tú sientas que importas.

Importo a mis amigos. La familia que se elige. Ya, pero me he alejado y no me refiero a los 450 km entre Pamplona y Barcelona… Me refiero a lo que decía antes…

Me preocupa dónde estoy. Siempre intento ser realista. No me gusta ser la que rechaza una invitación bonita a compartirme con alguien. No me gusta ser la que se ha pasado un verano entero en una ciudad muerta, apenas dedicada a cosas de café, pero… pero. No me gusta ser la que tiene en el alma un proyecto cultural desde hace años y rechazar ese sueño porque siento que es “demasiado” para alguien como yo (aunque hable 4 idiomas y entienda 6, tenga un doctorado, mucha experiencia en la vida, habilidades súper diversas…).

Suspiro con los ojos un poco vidriosos y con ganas de cerrar este texto.

Me maltrato mucho. Lo confieso. Sí, por supuesto, he mejorado mucho y hay cosas horribles que ya no me digo ni me hago… pero veo ahora una montaña alta, la de disfrutar de la vida y me desanimo. No quiero quedarme empantanada en el resolver problemas. Quiero soltarme y decir a la vida con más intensidad y más libertad. Quiero darles el a mis sueños.