Uno de los ritos de paso que he vivido ha sido tener que sentarme a conversar con mi propio cuerpo y buscar en él respuestas sobre cómo he de ser en el mundo. No ha sido una sola conversación; han sido muchas. No han sido pacíficas; algunas han acabado en peleas enormes en las que me he levantado de la mesa y he maldecido injustamente mi cuerpo y mi destino.

Pero una mujer como yo debe hacerse amiga de su propia divinidad… el alma es fácil, pero al cuerpo lo solemos encajonar como simple carne, cuando es mucho más que eso: es el alma en el mundo. Si lo separamos, entonces caemos en muchos errores y uno de ellos es pensar que el cuerpo es solo una apariencia, sin más.

Aprendí por las malas –con llanto, con crisis, con preguntas incómodas– que no, que el cuerpo significa algo. Que mis senos no solo son senos. Que mis hombros descubiertos pueden ser una oración al sol cuando calienta. Que mis ojos son luz. Que mis manos pueden ser la seda que dé cobijo a una alma herida. Que mis partes más secretas son mucho más la intención que llevan que su anatomía concreta.

Encontré la paz con mi cuerpo cuando lo bañé con la dulce loción del significado. Encontré una belleza en aceptar que el malestar con cualquier parte del cuerpo no nos define. Nos define mucho más aquello que tomamos como nuestro. El dolor nos ciega… El significado nos calma. El dolor viene de querer hacer las paces con el mundo de fuera… El significado viene a hacer las paces con el alma.

Miro hacia atrás y, acariciándome la piel, me descubro en mis adentros que me he cobijado en la naturalidad. Me gusta. Me gusta porque he aprendido a sentirme segura en saber –incluso en los días malos– que, desde que me di a luz a mí misma, he seguido unas reglas que vienen de muy dentro. Sí, me he enfadado muchas veces cegada por el dolor y he llegado a prometerme romper esas reglas no escritas, pero, al final, siempre, siempre, siempre gana el significado, gana el porqué y gana la verdad anidada en nuestro corazón.

Así me acabé reconciliando con mis genitales. Mi pene. Polla. Rompo la poesía y me vuelvo vulgarísima porque no tengo miedo al barro. Tiene significado. Tiene un sentido preservarlo. He descubierto que siempre he sido dulcemente ambigua, antes y después del parto. Yo no puedo renunciar a esa parte de mí, a la divinísima realidad que tantos viejos pueblos supieron reconocer detrás de un hermafroditismo sagrado y que yo siento que me llama con una voz dulce desde los albores de los tiempos… como la voz de una madre lejana que me parió hace milenios para que naciera yo en estos tiempos.

Entonces entendí que hay secretos que solo revelaré a quien tenga entrada en mis lugares más íntimos. Entonces entendí mucho más quién soy. El miedo a ser juzgada desapareció. Soy más grande que esos miedos. Soy de un linaje mucho más grande que cualquier miedo a acusaciones banales. ¿Quién me ha juzgado? Nadie a mi alrededor. Se escuchan acusaciones a lo lejos, pero a mi alrededor, solo he recibido amor.

La naturalidad se volvió mi Ley Primera. Evidentemente me he transformado, pero siempre ha sido desde dentro de mi propia carne. Digo con orgullo que cada centímetro de mi piel es mío. Necesito levantarme cada mañana y verme en comunión con una vocación arcana de la que aún tengo mucho que aprender. Es ahí donde se expresa mi poder, mi sonrisa, mi luz.

No ha sido fácil. Han sido muchas conversaciones con mi cuerpo. Han sido muchas noches confundida por las sensaciones que este me regala. Las he juzgado tantas veces como incorrectas, en vez de averiguar qué es lo que querían decirme.

Hace un tiempo una amiga, Diosa también pero de otro linaje nobilísimo, me dijo:

–Yo en tu lugar no cambiaría mis sensaciones; aprendería a vivirlas.

No hay nada más divino que nuestras sensaciones más íntimas. Esos secretos en el sancta sanctorum que se esconde en lo más profundo de quiénes somos. Y no hablo de la simple reacción del cuerpo… hablo de la mezcla mágica que se prepara en nuestro ser cuando Eros decide visitarnos, cuando brillamos como la estrella que somos, cuando aunamos los planos y nos abrimos a conocernos… Entonces nos vivimos. Y no hay nada más divino que la vida.

Me entristece haberme empequeñecido tantas veces, subyugada por el miedo. He perdido vida en esos momentos. Sin embargo, mi camino me exigía esas derrotas en las que llegué a querer matar mi divinidad con una fantasía quirúrgica. Ahora sé que debía perder temporalmente en esas ocasiones para poder aceptar este momento: el momento de descubrir que yo quiero vivirme buscando y encontrando mis misterios a través de mi naturalidad, pese a quien le pese, le encante a quien le encante… Y siempre en un eterno aprendizaje de cómo bailan mi cuerpo y mi alma el uno con la otra.

Los pasos de ese baile místico son de mis secretos más sagrados. En esos secretos se esconde el significado de mi cuerpo.

Y algo me dice que significar el cuerpo, para significar el alma, es un rito de paso que deberíamos hacer todos, seamos quienes seamos, seamos cómo seamos. Nunca es tarde. Os lo susurro al oído: nunca es tarde y creo que este rito nunca acaba. Cuando envejezca, deberé madurar ese significado acorde a lo que haya vivido. Se me caerán los pechos, quizás me encorve como mi abuela, quizás enferme, mi pelo blanqueará y mi cara se arrugará… pero si sigo conversando con mi cuerpo con amor –si seguimos conversando cada uno con él con amor–, yo sé que la luz perdurará, que la sabiduría acumulada durante los años será sincera y que habré sido quien mi naturaleza me mandaba a ser.