Era una mañana de verano un poco nublada en una pequeña ciudad del centro de Europa. Estábamos las dos mirando el lago, que se extendía abrazado entre el bosque y la ciudad hacia el horizonte, sin fin. El agua acogía botes pequeños de colores.

–Se está bien aquí, ¿no? –me dijiste.

Estábamos apoyadas sobre la baranda de metal verde del mirador. Era mediodía, aunque las nubes hicieran que la hora exacta no se percibiera tan claramente. Yo miraba cabizbaja hacia el agua verdosa y las hojas que flotaban en ella, acumuladas ante la pared de cemento que hacía de base del mirador. Tú me acompañabas, mirándome. Tu brazo rozaba el mío. Tú, a mi derecha. Yo, a tu izquierda.

En ese momento mi corazón estaba confundido. Mi piel, en cambio, lo tenía todo tan claro.

Este viaje no iba a ser esto.

–Llevas toda la mañana súper rara, Ari.

Sí, habíamos desayunado en el buffet del hotel súper calladas… y nos vinimos –yo quería venir sola– aquí, al mirador, no sé muy bien por qué, la verdad.

Me giré para verte, sin separarme de la barandilla. Una parte de mí se desgarraba. La otra parte se quería abalanzar sobre ti y besarte entera y… Me quedé viendo cómo tus rizos volaban entre los dedos del viento en vez de entre los míos…

Me cogiste, entonces, de mi cadera. Sentí un temblor eléctrico que me subía desde los pies hasta el alma. Me giré para verte y me asusté de ver tus labios carnosos, los lunares de tu mejilla y tus ojos de gata tan cerca. Me acerqué un poco para ayudarte. Giré la cadera. Me cogiste firme de ambas caderas y bajaste… Yo me recolgué de tus hombros… Tener la misma estatura ayuda mucho, ¿no? Y nos besamos debajo de la luz de la luna.

Habíamos tenido una cena preciosa… en un salón que, según contaban, había sido un lugar importante en la Edad Media, a orillas del lago. Nos habían tratado como reinas. Y nos tratamos entre nosotras como reinas. Lo que había comenzado como una tontería tan inocente después de acabar la última sesión de ese congreso aburrido… “¿Y si te llevo a cenar?”… “Me llevas en qué plan”… acabó en que yo te dijera, con una sonrisa pícara: “No sé, ¿lo averiguamos?”…

¿Lo averiguamos? No había nada que averiguar entre tú y yo. Cuántas tardes bobas viendo la tele en tu sofá y las manos explorando. ¿Te acuerdas de esa noche en casa de…? Me dijiste que tenías que decirme algo, me apartaste y me dijiste una tontería al oído solo como excusa para “accidentalmente” darme un besito… Y yo te dije un día de salir a bailar y acabamos bailando una súper romántica juntas… que nos fundimos… que se nos hizo una eternidad increíble…

Y lo averiguamos. El deseo nos hizo jugar a que nos arregláramos sin vernos antes de cenar. Claro, es que compartimos la habitación y la cama los tres días del congreso… y las charlas más interesantes de todo el evento eran las nuestras, con la lucecilla encendida, las dos en pijama, entre las sábanas y unas manos que se entrelazaban “sin más”. Así que, como lo compartimos todo esos días, para arreglarnos hicimos turnos.

Apareciste con el vestido muy lindo de flores que habías usado para tu presentación. Yo con el top y la faldita que había usado para la mía. Tú con un maquillaje sobrio pero intrigante: nunca te había visto con esos labios pintados ni con una sombra delicada en los ojos ni con rubor en las mejillas…

Durante la cena hablamos de tonterías y cosas no tan tontas. Recordamos aquella vez que acabamos en un McAuto en tu coche mientras llorabas por aquella. Tú me recordaste la sesión de fotos que quisiste que te hiciera. Y, cuando ya estábamos acercando las sillas para no quedar tan separadas por la mesa para el postre, me dijiste:

–Siempre me has gustado.

–Y tú a mí.

–Ya, qué novedad.

Risas. No bebíamos ninguna de las dos. Eran risas alimentadas por agua con gas y nuestras almas, no por vino. Las risas se acercaron la una a la otra y, sintiéndonos súper bobas, nos dimos nuestro primer beso en serio. Tantos picos en broma y en este toda la valentía se nos iba por entre temblores y una sensación como “¿De qué estamos haciendo?”. No íbamos a parar. Si alguien de la alta sociedad nos estaba mirando, no lo sé. Después de ese beso lleno de no sé qué palabra usar, nos quedamos con las manos entrelazadas por encima de la mesa… tú mirando mis ojos castaños y yo los tuyos. Nos habíamos mirado tantas veces… pero nunca como esa noche.

El camarero apareció en un momento prudente. Pedimos el postre. Compartiríamos un coulant. Nos reímos al intentar hacer, sin éxito ninguno, que el postre fuera un momento “sensual”. No, nos reímos a carcajadas las dos en el momento en que pusimos la primera cara peliculera.

Al acabar la cena nos fuimos caminando de la mano al mirador del lago. Nos dijimos cosas que creo que nos teníamos pendientes desde hace tiempo. Que, aunque tú estabas saliendo con alguien, yo te cautivé desde el inicio. Que yo alguna vez había fantaseado contigo.

–Ari, ¿quieres hablar? –me dijiste–. ¿Quieres caminar?

Me conocías tanto y ahora más que no pude decirte que no. Dentro de mí te agradecí que me cogieras del codo para sacarme de la barandilla. Dirigimos los pasos hacia la costa del lago que era ciudad… Gracias, porque el bosque no sé cómo me habría sentado. Lo malo era que el edificio de la cena, que ahora me parecía un mamotreto extraño de madera, típicamente germano, era lo primero que veíamos en nuestra ruta, pasando el puerto, y mi alma estaba poco apta para esto.

–Es que… todo ha sido muy… –atiné a decir.

–Muy intenso, ¿verdad? A mí me gustó, Ari.

–No… no estaba preparada… O sea… Ay…

–Suéltalo todo, tía.

–No te enfades, por favor.

–No me voy a enfadar –me dijiste, deteniéndonos justo al comienzo de donde la explanada del puerto se une con la calle costanera–. No me voy a enfadar porque no me puedo ni imaginar lo difícil que fue para ti… pero quiero que me hables.

–No… –comencé–. No… A ver, siempre quise algo contigo… Pero siempre… no sé… siempre me he frenado…

–¿Frenado? Tía, que tú me has metido mano más mucho más que nadie.

–¡Pero era distinto!

–No, no lo era, Ariadna, corazón. Te dejaba que me tocaras toda y tú me dejabas que te tocara toda sin problema ninguno… Nos hemos visto en bolas millones de veces, nos hemos dado besos, nos hemos quedado dormidas en casa tuya o mía… Me he llegado a sentar encima tuyo como aquella noche que te dio un ataque volviendo de aquella sesión de salsa… Yo sé qué es lo que te pasó anoche, pero quiero que me lo digas.

Me abrazaste. No lo había pedido y, si lo hubieses anunciado, te habría echado para atrás.

–Es que…

–Es que se te vino todo encima, Ari. Lo sé o me lo imagino…

Sin separarte de mí, me dijiste:

–Te adoro y anoche fuiste súper valiente.

Me iba a echar a llorar, pero aparté la mirada. Me abroncaste.

–No se te ocurra aguantarte las lágrimas, perra.

Me reí. Me reí por primera vez desde la noche anterior.

–Pensaba que tanta terapia me iba a preparar para algo como lo de anoche –dije.

–Necesitabas un polvo, sin más. Y lo necesitabas conmigo y yo lo quería contigo desde que te conozco, tonta.

Me besaste. Viste que yo ya estaba más receptiva y me diste un beso, antes de volver a cogerme del brazo. Volvimos a caminar, siguiendo el paseo de la costanera. Esa mañana de domingo solo había abuelos y ciclistas, parece ser.

–Yo es que…

Yo es que, durante el trayecto de cinco minutos que teníamos de vuelta al hotel yo solo me concentraba en su mano en mi cadera y la mía recolgada de su hombro.

Guten Abend –nos dijo el recepcionista.

‘Abend! –le contesté.

–Uy, ¿y ese alemán?

–El pasado, querida, el pasado…

–Pues yo te quiero esta noche con todo tu pasado…

Sentí un golpe que me dolió en el alma, pero cuyas consecuencias no entendería hasta más tarde.

Corrimos por toda el pasillo hasta llegar a nuestra habitación: la 202. Abriste la puerta tú. La luz se encendió. Y te encendiste tú. Sin decir palabra me atrapaste entre tu cuerpo y la pared para besarme el cuello primero y, luego, bajar a mi escote. Sentí escalofríos. Yo desaté la cremallera de tu vestido. Te lo quitaste. Me quitaste el top a mí. La ropa y los conjuntos de lencería –negro el tuyo, verde el mío– comenzaron a caer y no tardamos mucho en estar desnudas… como tantas veces, pero jamás así.

Me besaste donde nunca me habías besado antes. La sensación fue de fuego. Yo te devolví el beso donde nunca te había besado a ti tampoco.

Te colocaste sobre mí.

–¿Pero oye ni me preguntas?

–Venga, tonta, las dos sabemos aquí a quién le gusta ir dónde más.

La presión de tu cuerpo, tu olor, tu sudor, tu pelo mezclado con el mío… Yo te quería dominar un poquito, pero nada, eras más hábil que yo… Eras más hábil que yo… Eras más hábil que yo… Yo qué sabía de todo esto… Ari, ¿estás bien? Encima eso parado… Si ni siquiera soy una mujer… Ari, responde. No merezco esto. ¡¡ARIIII!!

Nube negra.

Un abrazo en silencio. Una frase. “Cuánto daño te han hecho”. No recordaba más. Sé que hablamos. Sé que estuvimos abrazadas y que lloraste conmigo, sin saber qué hacer, solo estar. Me retiré al baño y me quedé sola, tirada en el suelo, zombie. Encima con una amiga. Mi mejor amiga. Encima ahora la dejo sola en la cama y yo en el baño. Salí al rato. Estabas desnuda aún y me mirabas preocupada. Te veía triste. Me sentí peor.

–Imagino que te sentiste como el culo… –le dije al volver a la habitación del paseo por la costanera.

–No, Ari… Me sentía orgullosa de ti.

Había rastros de la bomba nuclear por todo el suelo: tu vestido, mi ropa… el charco de lágrimas que manchaba la sábana bajera justo en el borde donde nos habíamos sentado después de que yo me quebrara.

–Vaya guerra que di.

–Bueno, Ari… tenías que dar tu guerra –dijiste, sentándote en ese borde de la cama–. ¿Te puedo decir lo que me parece lo más atractivo de ti? Que no te rindes nunca. Siempre te vences. ¿Te acuerdas de cómo te daba miedo la láser porque te iban a ver desnuda?

–Mira de lo que te has acordado… –me reía.

–Es verdad. Y mira, aquí estamos las dos en pelotas, hemos hecho un 1% de sexo oral, te has desecho como un flan, pero tía es que llevas años soportando un peso… –me decías, abrazándome, en el borde de la cama, yo aún llorando… y mirándote entre lágrimas.

–¿Qué quieres que hagamos? –te dije–. Porque a tomar por culo la noche sexy, ¿no?

–Dímelo tú. Quizás tenemos que ir más lentas, ¿quieres?

No contesté. Yo quería seguir. No quería rendirme. No quería que todo el pasado me traicionara así. Yo quería sentirme capaz de explorar contigo, pero no sabía cómo decírtelo. La vergüenza era máxima.

Me cogiste la mano con un rostro precioso. Me la dirigiste a tu sexo. Las dos sentadas. Te besé. Me parecíó un beso tímido.

–Calla. Fue el beso más bonito de mi vida. El más tierno. El más lleno de lo que importa.

Por la noche me lo dijiste también. Me notabas todavía tocada. Me guiabas la mano, ahí sentada. En silencio me hiciste un pequeño masaje en los hombros.

Nos acostamos como habíamos hecho tantas veces: cara a cara… solo que esta vez estábamos abrazadas y nos recorríamos sin límites. Entonces sí que nos perdimos tú y yo en un baile hermoso… guiabas tú, ¿quién si no? Pero tu guía me daba esperanza. Me sentía en buenas manos. Nos reímos. Recuperamos el tono que habíamos tenido en la cena. Me mirabas con delicia. Yo a ti. Me quedé borracha de tus olores. Me mantuviste controlada, hiciste guardia para que toda mi energía se enfocara en nosotras y no volviera a perderme, me hiciste sentir…

Tú y yo sabemos qué sentimos esa noche.

Por la mañana me sentí rara. Te vi durmiendo a mi lado y te vi hermosa. Yo me vi en el espejo y me vi horrible. Me sentí lo peor. ¿Había destrozado nuestra amistad? ¿Qué debía pasar ahora? “¿Y si solo lo hizo para hacerme sentir mejor?”, pensaba.

Me levanté de la cama enseguida, me fui al baño a arreglarme. No sé cuánto tardé. Solo sé que tú no te moviste de la cama, no sé si dormías o fingías dormir.

–Fingía, cariño. Era imposible no escucharte llorar en la ducha.

Me vestí rápido y bajé –escapé– al buffet del desayuno. Quería estar sola. No, en realidad no quería estar sola, quería estar contigo pero me sentía rota, desconectada, extraña, mi cuerpo no me pertenecía, mi alma estaba en pena y yo me preguntaba cómo podía obligarme a sentirme feliz.

Ahí apareciste tú.

–Yo solo quiero que sepas… –me decías, sentada ahora esta mañana de domingo junto a mí, en esa cama otra vez…

Pero no pudiste. Te pusiste a llorar tú ahora. Yo no quería llorar más y me largué junto contigo. Nos aferramos la una a la otra de las manos. Tu calor me calmaba…

–Te quiero, ¿vale? Te quiero. Paso a paso. Fue bonito y me encantó que nos acompañáramos así… con toda la mierda emocional que tocara. Tía, que somos humanas… Te quiero. No cambies, nena.

Y nos abrazamos. Nos dimos un piquito muy tonto y nos salió una risa más tonta… “Ari, que lo llevas dentro… ya lo iremos sacando más”. Y nos pusimos a pensar en que teníamos que ir a comer antes de hacer la maleta y volver a casa.


Este ¿cuento? es… complicado. Es muy honesto. Son muchos miedos los que me asaltan. Una solo quiere sentirse segura y querida después de tanto. Poco a poco, pero duele y una fantasea un poco para sentirse humana. Es una mezcla de muchas ficciones y muchas verdades y las verdades están mezcladas entre sí. Como cuento no sé, pero como conjuro para sacarme de encima lo que quede de miedo y vergüenza, yo creo que no hay nada mejor 🌞