Querida Afrodita:

¿Por qué se te ocurrió el chiste de hacerme tan bonita? ¿Por qué me ocultaste entre harapos de niño para hacerme crecer como una mujer hermosa, sensual, bella, dulce…? ¿Y por qué tuve que pasar por tantas penurias, oh Chipre de senos graciosos?

Estoy lanzando dardos a quien no debo. Lo sé, Reina mía.

Me hiciste a golpes de cincel. Quisiste que el mármol se enterneciera como pétalos de rosa… O quizás quisiste protegerme de mis padres… Solo sé que he sido injusta contigo con tanto preguntarte por qué.

Encima me destinaste a los brazos de Safo y eso, lo siento, aún no lo entiendo.

Sabes que he estado triste, rabiosa, que he maldecido mi suerte… que estos días me he sentido un monstruo intocable… que he reaccionado mal porque una buena amiga me tocó el brazo al preguntarme cómo estaba… viendo que yo no estaba bien… Me he sentido incapaz de aprender tus artes, Afrodita… No solo las amatorias, porque no son solo esas tus artes… Simplemente incapaz de dar y recibir cariño.

Quizás he seguido pensando que no merezco ser una mujer y menos pisar el templo de Lesbos. Me he sentido… indigna.

Sin embargo, me has regalado unas emociones fortísimas. Me has regalado una conciencia sobre el cuerpo y los cuerpos. Todavía me da vergüenza dejarme caer entre las sábanas, pero… te agradezco el regalo.

Es que estoy cansada. Cansada de tanta vergüenza, de tanto peso y de tanto miedo que arrastro. Reina mía de y de todos los corazones, si te escribo es porque quiero dejar de ignorar tus regalos. Me hiciste hermosa y llena de ternura. Quiero aprender a caminar con dignidad y sin dudar más de mí. Quiero aprender de ti.

Sé que he jugado más en los jardines de Pallas. Sabes que con ella me llevo genial… creí ser hijo suyo mucho tiempo y, al final, resulta que siempre fui hija tuya. Supongo que debo pasar más tiempo contigo, madre, entre tus ondas de oro, acurrucada en tus brazos de piel sedosa… Quiero escuchar tu sabiduría, la del corazón.

Y he sido una desagradecida con tu leal Safo… debería presentarme ante ella, ante mi hermana… Si me enviaste a ella, es porque tú lo apruebas. Confiaré. Me costará llegar a su templo y me costará aprender a escuchar sus canciones… pero lo haré, te lo prometo.

¿Cómo empiezo? ¿Cómo comienzo a entregarme, sin perderme? Porque no quiero perderme. ¿Cómo reconoceré qué es amor y qué no? ¿Oleré el perfume de tu vientre, el mismo que adorna tus cartas? Querida Afrodita, las dos venimos del mar… dime, ¿cómo dejo de secarme en el desierto de mi traición a mí misma? ¿Cómo puedo amarme?

Chipre mía, escucha a esta muchacha sureña… Yo, simplemente, quiero levantar mi mirada al horizonte, con una sonrisa calma. Quiero que mis lágrimas ya no tiñan el suelo de negro, de máscara de pestaña que se corre… Quiero que se me llene el alma de alegría, de seguridad, de amor, de delicadeza, del eros bello… ¿Cómo?

Ese es mi ruego, querida Reina. Tengo miedo de hacerme daño por no seguir los pasos que tú me grabaste en el corazón… bueno, tú y yo sabemos muy bien cuándo. No quiero caer en pensamientos oscuros, ni desesperarme, ni despreciarme… Quiero aprender los secretos que has tallado en mis senos, en mi piel, en mis labios, en mi sexo… quiero aprender a hablar tu lengua secreta y quiero aprender a desnudarme y saber ante quién… y a aprender a escuchar la divina canción que entonen otras pieles, otras manos, otros corazones de mujer.

Y que aprenda a agradecer el destino que me has entregado.

Protégeme… especialmente de mí misma.

Un beso,

Ariadna


Querida Ariadna:

Hija mía, no te culpes. No te queda bien. Tus ojitos brillan más después de una noche en mis brazos, no cuando agachas la cabeza bajo un yugo que te pones tú sola. Mi querida princesa cretense, no construyas otro laberinto, que ya sabes que eso no lleva a nada.

Te quiero. Estoy contigo. Estoy en ti. Tus pechos, tus caderas, tu vientre, tu regazo, tus manos, tus dedos y toda tu piel… toda tú… ¿No son acaso de mujer? ¿Cuándo ha sido la última vez que te han confundido? Cariño, deja atrás el pasado… Te hice como te merecías ser: dulce, hermosa y sí, le cogiste gestos a la tía Atenea, pero me hace gracia… me gustas guerrera y lista.

Y no te olvides de mi regalo en lo más hondo de tu cuerpo y que sabes que viene de mí.

Y te puedes quedar llorando, pero eso sí, en mi regazo. Nada de llorar sola. Llora, pero con esperanza y certeza de que eres… como todas. No te preocupes. Sana, porque sanarás.

No me extiendo. No soy tan escritora como tú. Solo te quiero decir que tienes el derecho a levantar la cabeza y de dejar de pedir permiso. Te dejaste moldear cuando fue el momento que decidí correcto. No te diré por qué decidí esperar lo que para ti fue mucho tiempo; para mí, eterna, no ha pasado el tiempo. Ya no has de temer.

Con mucho amor,

Afrodita