–Me encantaría comerte toda…

Me miraste saboreando el último beso. Estábamos ya desnudas, después de un largo cortejo quitándonos la ropa… Creo que te lo dije con una voz tan torpe que me quedé un poco con la impresión de haber sido demasiado cuqui. Sin embargo tu respuesta fue clara; te tiraste en la cama, te abriste de piernas y me dijiste:

–¡Cómeme!

Me reí. Me encantó la forma juguetona y perversa a la vez… y te vi confundirte un poco cuando me senté encima tuyo a la altura de tus caderas en vez de dirigirme hacia tus partes…

–Es que quiero ir bajando desde arriba.

–Vale… –me dijiste con voz de extrema curiosidad.

Te besé en la boca. Me cogías de las mejillas y sentí que quisiste alargar un poquito el beso. Te acaricié los hombros… Aunque me moría por darte un mordisquito suave en la barbilla… Me separé lentamente de tu boca, un pelín antes de lo que te esperabas. Te sonreí con maldad y me miraste con curiosidad. Te acaricié la mejilla, me miraste con carita de derretida y, sí, te mordí el mentón un poquito. Solo un poquito.

No soy la amante experta ni perfecta, para nada. Pero tengo mi imaginación. Recorrí el camino de tus clavículas con mis dedos…

Ay, ese pecho. Llené de besos el tatuaje de tu esternón. Me entretuve en tus pezones, que se erizaron desde su mullidito estado normal, y sentí que tus pechos se endurecían como se nos endurecen sutilmente a nosotras… Es un llenado… Es turgencia, creo que dicen. Seré una intelectual, pero en momentos así el doctorado desaparece de mi cerebro. Te cogí las tetas y te lamí un poquito con la lengua.

Me separé un momento para mirarte, ahí tumbada debajo de mí, atrapada entre mis rodillas. Nuestras miradas eran un poco de excitación mezclada con sorpresa y con esa cosa de la primera vez con alguien de que estás muy atenta porque es que no te conoces con ella… pero nos dijimos que todo iba genial.

Es que amar es contarnos una historia. Así lo veo yo, al menos. Yo hace mucho, mucho que no tengo ninguna intimidad con un hombre. Me he dedicado solo a nosotras y las historias que narramos en nuestros cuerpos a mí me parecen muy sencillas y complejas a la vez; sencillas porque nos entendemos, pero complejas en una profundidad enorme justamente porque nos entendemos. Hay un recorrido que trazamos con nuestras manos, con nuestras lenguas, con nuestras palabras cargadas de lujuria que nos susurramos en los oídos que solo nos contamos las mujeres a otras mujeres, de calma que alterna con fuego salvaje y de fuego profundo que quema pero que es tierno a la vez…

–Sigue contándome la historia –me pediste.

Sí, es que me había distraído. Te mordí un poquito tu cuello y tú me mordiste la oreja… Mis manos se entretuvieron un instante con las tuyas.

Apenas nos soltamos las manos, comencé a recorrer con mis dedos tu abdomen y te lo adoré. Te di un beso justo debajo de tu ombligo adornado por un pendiente. Te di uno solo. Te lo quise dar muy tierno, que alargué un poquito. En eso sentí tu mano en mi nuca, apártandome el pelo para que no me molestara al besarte y me acariciaste la espalda. Me estremecí, te miré y ya me había dado cuenta de que tú te habías dado cuenta de que eso a mí me destroza. Sé que lo apuntaste mentalmente porque más tarde lo usaste de recurso para someterme. Bueno, dos besos en tu ombligo… que quizás fueron tres y el último ya más cerca de tu vientre.

Me levanté de encima tuyo y con mis manos recorrí un poquito tus muslos y tus ingles. Te lamí un poquito la cresta ilíaca, cada una, y te oí reírte. Me llamaste rara, después, en la cena. ¿Qué quieres, si me encantan detalles como esos? ¡Las tienes bonitas! Con los pulgares empecé a trazar círculos por las ingles y respondiste abriendo las piernas. Presionaba un poquito sin más, como un masaje… con la intención de liberar vías. Me desvié un poco a tus costillas, solo un momento, porque es que tengo un poquito de fetiche con la caja torácica y quería cogértela un poquito. Aprovechaste para robarme un beso, cabrona…

–Por lenta –me acusaste, riéndote.

Te acaricié los brazos, que los tenías extendidos hacia el cabecero. Sí, otro desvío, lo sé, pero quería llegar a tus muñecas, besarte las manos, volver a tus axilas y jugar con el vello. Me cogiste por el cuello. Pensé que me ibas a besar, pero no, me empezaste a susurrar cosas que quedarán entre tú y yo porque… porque eran de ese momento. Sacadas fuera de ese momento se entenderían mal.

Nuestros ojos castaños se encontraron. Nos pusimos muy pícaras. Me cobijé entre el espacio que me marcabas entre tus muslos. Te acaricié las pantorrillas y te dije que ya las quería yo para mí. Puf, qué bonitas…

–A este paso me vas a envidiar todo, boba…

–Ya, es lo que tiene…

–Tía, que tú eres súper sexy también –me dijiste–. Aquí estamos buenorras las dos.

Vale, una necesita validación también. Culpable. Me sonrojé más cuando sentí tu palmada en el culo.

Me acerqué a tu monte de Venus, con su línea de vello hermosísima. Primero besé el vello, luego lo cogí entre los dientes un poquito. A mi nariz subieron los primeros perfumes de tu intimidad… Ese olor que para mí es sagrado. Es el olor más personal que existe y nace entre los pliegues de los labios y las ingles y rodea como un manto invisible toda la zona. A mí me emborracha. Me pierde… y olerlo en mí por primera vez, cuando comenzaba a nacer por fin yo como mujer, fue una de las alegrías más increíbles de mi vida.

Acaricié con la yema de los dedos –y un poquito mis uñas– tus muslos suaves y firmes. Quería recoger un poco de energía para llevarla hacia tu centro. Agarré con cierta firmeza tus ingles. Volví a presionar un poquito. Y me acerqué más. Mis labios ya se rozaban con los tuyos, pero esta vez eran los ocultos.

Tu olor me transportó a cerrar los ojos, buscar tus manos –me las cogiste un instante– y a drogarme con tu perfume. No, ya digo que no soy una boca experta ni una mano experta, pero quiero siempre ser una boca o una mano cariñosa. Te fui explorando de fuera hacia dentro y las pequeñas tensiones y distensiones de tus muslos me iban ayudando a bailar a tu ritmo. Cielo… es que quería aprender tu ritmo. Quería saberlo todo de ti. Quería saber qué te gustaba.

Me indicaste un poquito. Me encantó cómo me lo dijiste, tan cariñosa… Ve mejor por aquí. Así. ¡Genial, ayyy, guayyy! Seguí tu guía y la longitud de tus vocales. Dibujé el trazo que me pediste con la lengua ya húmeda. Por favor… es que tu sabor, cariño… Me dijiste que querías probarlo. Hicimos la guarrada. Impregné mis labios con tus menores y te pegué un beso salivoso y aderezado con los restos de tu propio fluido, con lengua, con todo. Sí, algo de la mezcla cayó en tus tetas… Mi civilización desapareció en ese momento y la tuya también… Nos volvimos dos mujeres en celo. Lanzamos un resoplido perverso, nos miramos y nos transformamos…

Porque me hundí en tu entrepierna. Me hundí como persona. Me destrocé borracha de ti, no sé si enamorada, pero totalmente perdida. ¿Ariadna? Ariadna ya no es. Solo es una sombra que está derramándose en el clítoris de su amada, en los labios, en el vestíbulo, aferrada a los muslos de ella, de ti… Cada vez más mi boca pedía fusionarse con esa boquita tuya.

Sentía tu cuerpo moverse en ondas. Tu mano me cogía del pelo. Me hacías daño, pero me encantaba que me lo hicieras. Estaba a tu servicio: tenías derecho a cogerme de las riendas que eran mis cabellos. El mundo se me reducía cada vez más a tu cuerpo, a tus ondulaciones, a tus zarpas aferradas a mi pelo largo, al olor de tu sudor, de tu lubricación, a la textura de tus labios, de tus ingles…

Recordé tu primer mensaje.

Recordé que básicamente había hecho la locura de ir a comerle el coño a una tía que vivía a cientos de kilómetros de mi casa.

Me incorporé un poquito, solo un poquito para volver a recorrer el camino a tu omligo y a tus tetas. Te las manoseé y tú buscaste, desde abajo, chuparme las mías, que colgaban graciosas casi a la altura de tu cara. Una gota de mí cayó justo debajo del pendiente en tu ombligo. Te la limpié con la lengua porque, es que a mí también me gusta mi sabor. La que no conoce el sabor de su propio licor, ¿se conoce realmente a sí misma?

Vi tu cara cuando posé la palma de mi mano sobre la suavidad de tu vello púbico. Sentía tu calor, como si tu útero fuera un hornito para las dos. Dedo índice. Dedo anular. El gesto lesbiano. Índice y meñique a tus labios mayores. Cariño, ventajas de tener una mano delicada y pequeña. Tus ojos se llenaron de expectativa y a saber qué fantasía tenías, que me mirabas así…

Mis dedos patinaban sobre la lubricación de tus labios. No entré. No. Tu cuerpo me estaba diciendo que no entrara, que te gustaba más en ese momento que jugueteara con la presión y los círculos para separar y volver a juntar los pétalos del coño. Coño porque quién dice vulva en un momento así. Amarnos es contarnos una historia, pero a cada capítulo las palabras cambian… Jugué con el capuchón, asedié un clítoris que estaba hinchadito ya… Entré un poquito. Te arqueaste. Te mordiste y yo posé mi otra mano sobre tu estómago no sé por qué, pero me puso a mil ponerla ahí.

Me acerqué otra vez. Te disfrutaste con un gemido quedo –pero presente– justamente cuando dejé de tocarte un instante. Te vi retorcerte y coger toda esa energía para ti con los ojos cerrados. Me pediste que siguiera, que siguiera… Te di otro beso largo en la boca prohibida, busqué todo, todo, todo como queriendo rezarle con ese ritual a la Diosa para que me diera a mí una boca así como la tuya… Mientras tanto, tu mano me domaba como a una cachorra, con intervalos de fuerza que me arrancabas los pelos y me llevabas la cara contra tu sacro. Me ahogaba a veces, pero qué dulce ahogo. No iba a parar ni muerta, porque ya me estaba muriendo entre tus piernas… Me atrapó un escalofríos sensualísimo… Sentí una onda tuya profunda en el roce de tus muslos sobre mis mejillas. Levantaste una pierna al aire y cayó suave sobre mi espalda… Qué importa el caos de la imagen. En el amor de verdad no hay orden ni poses… Hay caos, hay fallos…

Recordé tu primer mensaje. Otra vez.

Me separé de tu boca íntima cuando me dijiste que parara un pelín, que nos besáramos un rato… pero quisiste mi mano posada sobre tus partes. Me encantaba ese calorcito y me encantaba que quisieras compartirlo conmigo.

Pero, cabrona, cómo me robaste el control. Al descansar un momento, miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta que estábamos las dos ya sudadas, con los pelos de cualquier manera, jadeando, pero con ganas de más. Nos preguntamos mutuamente si seguir y contestamos casi al unísono. Eso sí, ya no sabíamos si eso que estábamos tocando era saliva, flujo tuyo o mío o sudor. Bromeaste con que iba a tener que hacerte la colada de las sábanas y que no iba a poder irme de vuelta hasta que no estuviera hecha. Me reí y al reirme –¡habilidosa!–, me atrapaste los hombros con tus manos, me preguntaste con voz excitada qué quería yo ahora que tú me hicieras. Me habías atrapado. Ahora era tuya y quería serlo todo el tiempo que tú quisieras.

Ay… No titubeé en decirte lo primero que se me pasó por la cabeza, relamiéndome en la idea. Qué miradas nos intercambiamos cuando me escuchaste y me dijiste “¡Me encanta!”. Con tacto firme y muy, muy acogedor, me tumbaste sobre la sombra húmeda que había dejado tu cuerpo sobre las sábanas. Me posaste suavemente sobre la almohada y…


Hay un momento que a mí me encanta: la primera mirada que nos damos cuando hemos decidido que estamos ya tan inundadas de tantas sensaciones que ya no podemos más… Es una mirada de complicidad. De “tía, wow”, pero también de descanso y de querer descansar juntas. También es una mirada que se queda observando un momento las ruinas en las que queda la cama, que habías hecho con tanto mimo –¡encima, me lo dijiste!–. Nuestros pulmones exaltados, buscando aún el aire, hacían bailar nuestros pechos. Nos mirábamos ahora con mimos, recostadas en horizontal la una frente a la otra compartiendo la misma almohada larga, sonrientes y un poquito irritadas en algunas zonas. Seguro que eso mañana va a ser un chupetón y en la oficina te van a mirar fijo. No te importaba una mierda.

Jugué con tu pelo. Me gustaba cómo lo recogías detrás de tus orejas. Me ensoñé un poco, la verdad. Tú paseabas tus manos por mi brazo y me recomendaste una crema hidratante porque, la verdad, tengo la piel un poco mal. Nuestra respiración se podía oír aún. En las caricias que nos dábamos ahora, pausadas, nuestros cuerpos recordaban a su manera aún todo lo que se habían compartido.

Sabíamos que nos veríamos poco, porque yo tenía un tren a la tarde del día siguiente… pero este recuerdo se quedaba como tesoro para las dos.

Entonces, con voz suave, en esa posición de amantes exhaustas que comparten lecho, me preguntaste, sin dejar de jugar con mis rizos:

–¿Te puedo decir algo?

–¡Claro!

–Cuando te recogí en la estación estabas acojonada, ¿a que sí?

Pensaba que había conseguido ocultarlo, pero me dijiste que no. Me confesaste que también habías pasado la noche anterior medio en vela –como yo– y que te habías puesto nerviosa…

–Pero eso es bueno –me dijiste–. Mira… aquí estamos, preciosa.