Me inundó una mezcla muy complicada de vergüenza, fascinación y empatía cuando ella fijó sus ojos en los míos. Sus ojos estaban llenos de los efectos y de la luz de un estado que, para mí, no es que fuera extraño… pero yo lo he rehuído toda mi vida. Su mirada era un regaño o lo sentí así. Me sentí regañada mientras a la vez yo la veía en tal trance y se me atoraba en la garganta un nudo, no de cuerdas, sino de querer hacerme una con ella, ser ella, porque yo podía ver en ese ritual la belleza increíble de la entrega que ella hacía no solo de su cuerpo, sino de… de sí misma…

Bajé la cabeza. La atadora no reparaba más que en su modelo. La modelo… ¿me seguía mirando? ¿Me había mirado realmente o es que estaba yo usando una mirada accidental suya para recordarme que yo ese deseo lo conozco pero lo he ocultado desde… desde aquella vez? Recordé el incidente… Mi padre me descubrió… No, no quiero contarlo, no.

El amor comprimido. Sentirte compacta. Sujetada. Tengo tendencia a que mi energía se desparrame. Tendencia a entregarme mal. A entregarme entera, sin sujeción ni seguridad ninguna, por miedo. Como lo sé, no me entrego. Me niego a entregarme y me pongo en posición de control y me odio. Odio hacerlo. Mi vocación… es…

La volví a mirar. Quería estar dentro de esa complicada red de nudos de cuerda de yute que la tenían inmovilizada, mientras su dueña la acariciaba con mimo, adorando la obra de arte. No era cruel. Era insidiosa, lo necesario para que la modelo se transformara en pieza coherente con la entrega de sí misma. Qué clase de confianza en una misma y entre ambas hay que tener para poder hacer algo así… ¿He sido capaz o soy capaz de confiar así?

No seré capaz. Pero mi alma se retuerce ante la idea de negarme a transitar este camino. Pero por qué me siento llamada a esto. ¿Importa? Me voy a hacer daño, voy a buscar dolor y sangre. No, ya no eres así. No, ya no eres así. Eres una devota fanática de la ternura. Ya no quieres hacerte daño… Escúchate, amor, en tu presente y no ya en los ecos de un pasado oscuro: has sanado. Ya eres capaz de confiar y amar, de entregarte y rendirte…

La mirada de ojos de color miel y la boca entreabierta de ese cuerpo de mujer atada que se apoyaba en los muslos de su ¿amante? Sí, amante. Para mí esto es un encuentro de amantes y no una rutina de gimnasia. Amantes en un sentido que no es el que se suele usar. Esa mezcla insidiosa de cuerdas intrincadas me parecía imagen viva de la seducción más posesiva, pero es que aquí… aquí era ritual… la transgresión y la posesión sublimadas y transformadas en virtud aquí por la estructura firme del ritual delicado simbolizado en las ataduras… Es que lo importante no es el instrumento… ni la complejidad… Se me mezclaba la intelectual con las ganas de sentirme libre.

Porque… siempre me he sentido encadenada sin estar atada.

¿Estoy deseando todo esto bien? ¿Es esto lo que se ha de sentir para hacerlo bien? No me atrevo a preguntarle a la modelo. Lo haría, pero en liturgia no se habla. Lo aprendí en liturgias que me destrozaron. Soy un alma ritual. No me queda otra. Y fui carne de sacrificio sin quererlo una y otra y otra vez… No era entrega, era secuestro… aprovechando que me gusta darme. Eso fue una maldita violación. ¿No debería huir entonces de querer ser atada?

No, porque esto, aunque en este momento lloro al verte así, con tu cuerpo que sabe que está en una posición que ha de soportar… todo eso está derramando un rayo de luz de colores. Esa mirada entre vosotras dos… Nadie me ha mirado así en mi vida. Quiero. Quiero gritar que me lo merezco y que me lo robaron. Me siento soberbia y fuera de lugar al pensarlo y desear ser parte de ello.

Hundí la cabeza. Pensé en huir por no merecer o por no sentirme capaz de sostenerme. No quería mostrar el torbellino de emociones que se me estaba agolpando en mi alma. No quería porque creía que estaba siendo una intrusa y no quería que me descubrieran ellas, las que de verdad estaban ejerciendo este arte.

Volví a mirar, con la intención de que fuese una despedida. Quería levantarme en silencio, desaparecer del estudio, irme a una cafetería y fingir que mi vida no había cambiado ese mediodía, que iba a poder vivir como si no hubiese presenciado nada, como si yo no sintiera cómo unas cuerdas imaginarias me abrazaban y me quitaban toda esa rebeldía sin causa que uso para distraerme de sentir.

Sin embargo, vi amor. Veía la incomodidad de la sometida al servicio del cuidado delicado, de agresividad transformada en arte, de la dueña. Quise odiar a la dueña… y no pude. Era una artista. Ambas lo eran. Entendía en mi cuerpo y mi piel gritaba ser la modelo, pero reconocí en mi corazón el amor de la atadora. Era una imagen viva de aquello que dicen algunos sobre el Eros: Eros transgrede, nos rompe los límites… dentro de unos límites… es una paradoja de la que nos hemos olvidado… Es que es una paradoja que incomoda, decir que el amor incomoda… que hay un valor en un sacrificio simbólico… y en una posesión simbólica… pero tan compenetrada que una se olvida al mirarla en acción…

No era dolor. No al menos aquí. Y puedo entender la entrega de dolor. Sin embargo, esto era aún más misterioso… era un gris de ternura perversa o perversión tersa que amenazaba con llegar a violenta y jamás cruzaba tal línea… Y por eso se sublimaba en una sensualidad extrema. Cada tensión nueva, con la reacción esclava de la modelo, en un concierto de restricciones y constricciones con caricias, besos y piel que aseguraba la piel, comunicando en un lenguaje que si, desde fuera, ya tenía mil matices… Cómo… cómo… sería… vivido desde dentro…

Me apesadumbró la sensación de que iba a tardar años en vivirlo, seguramente. Me sentí fraude, más aún. Y no me podía mover de ahí… La escena me consumía, pero ella, atada, me consumía más… Veía en ella el reflejo de algo que se me antojaba deseo y anhelo vedado para mí: por circunstancias, por sentir que quizás una intensidad así acabaría conmigo, porque no estoy lista y siempre diré que no lo estoy… las aparentes razones me inundaban la cabeza, mis lágrimas mis ojos… y los de la modelo también se llenaban de lágrimas, pero eran de éxtasis, no como las mías.

La estocada final fue esa sonrisa oscura llena de placer, quizá incluso con odio juguetón. Creí leer en ella algo así como: “Odio en lo que me has convertido; adoro en lo que me has convertido”. La modelo, perdida en su éxtasis. Ambos rostros rozaban mejillas. Una mano acariciaba el cuello. La sentí. Mi pasado me alertó de ahorcamiento. No, era una caricia. Ojalá alguien borrase así las heridas peligrosas de mi cuerpo.

Mi alma se extendió –sin mover yo un dedo– a la escena. Juro que me sentí absolutamente indigna, falsa… por sentirme culpable de estar ahí. De que anhelase ser lienzo vivo. Yo… que siempre me he ocultado bajo un manto de decisión, seguridad… Me sentí un asco. Quería arrancarme las murallas. Quería rendirme y que mi rendición fuera camino para sentir ese amor así de cuidado, así de sutil, así de lleno.

Rompí en llanto. Caí al suelo definitivamente, extendiendo un brazo hacia ellas como esperando que me salvaran, pero, a la vez, sintiendo que pedirlo era un sacrilegio. No, no, había roto la santidad del momento. No era digna. No. Mis deseos son egoístas. Son malos. Ellos tenían razón.

Quise huir y no pude. Mi cuerpo se había rendido. Mi alma se había rendido. Ariadna, también eres. Ambos se habían conspirado contra la maldad de un pasado y habían vencido a través de la derrota absoluta… Una sucesión de deseos de sumisa que se extendían más allá de cuerdas me robaron el control. El círculo se había cerrado. Volvía a conectar con algo perdido… Y en eso, el dolor final: la mujer zorra pervertida que soy y fui siempre, la que dibujaba mujeres atadas de pequeña ocultando el papel al escuchar el sonido de los pasos de alguien, la que fantaseaba con de todo, la que jugaba con su cuerpo para entender el terremeto de sensaciones que nacía de ella… Esa resurgió del dolor con ánimos de venganza y acabó de matar la máscara del chico bueno que me obligaron a ser. Me rindo.

Ariadna había acabado de matar el último rastro de Eugenio. Ari ya no era Eu.

Creo que me desmayé.

Alguien me levantó el mentón. Vi un par de sonrisas amables. Eran ellas, desatadas, sentadas en el suelo junto a mí… La modelo era la que sostenía mi mentón. Escuché, dentro de la nube confusa del trance que había sufrido yo, su voz suave decirme:

–Ya estás en el camino. Descansa.