Los secretos de mi cuerpo, ¿con quién los compartiré? Esa es la pregunta que me acariciaba por la noche, como una sábana recién limpia. Era una pregunta diferente a las que me suelen perseguir. Era una pregunta que me hizo sonreír, mientras me recorría con las yemas de mis dedos mis ingles, para acabar acariciando mis muslos.

Estaba desnuda. Desnuda, yo sola, sola con los secretos de mi cuerpo.

Pensaba en esos secretos. Obviamente no los voy a contar. Puede que te parezca que los conozcas de leerme aquí o allá o de algunas de mis fotos, pero, realmente, nunca he contado los secretos de verdad, esos secretos que tienen todos los cuerpos y que solo se cuentan en la dulce penumbra de esa última luz encendida antes de entregarse.

A veces me desespero, sí. A veces siento que Eros me ha prohibido la entrada al templo de su madre. Lo sabéis porque lo he escrito alguna vez, casi como plegaria de expiación de no sé qué pecado contra el eros que me atraviesa. A veces siento también que, simplemente, Afrodita me espera sentada, un poco cansada pero sin perder la fe, a la salida del laberinto.

Pero es que eso no es así.

Hace rato que salí del laberinto. Solo estoy mareada. Hace rato que ella, la de senos graciosos, me ha cogido en su regazo. Es ella la que me susurra las palabras: Ariadna, ¿con quién compartirás los secretos de tu cuerpo? Ella sabe que es cosa de tiempo.

Yo sé que es cosa de tiempo. Es cosa de que se me pase la ceguera, nada más. Porque mis manos ya aprendieron muchos de los secretos más íntimos. Mi piel no es solo un vestido de calle. Mi piel puede ser un vestido de fiesta.

Cierro los ojos. Ya no me pregunto si será posible. Me pregunto cómo transcurrirá, como quien espera por el siguiente capítulo de su serie favorita. Dicen que la diferencia de preguntas es la que condenó a Zacarías y la que enalteció a María… Yo quiero preguntar como María. ¿Cómo pasará?

No lo sabré hasta que pase. Mientras tanto, se derrite en mí ese hielo triste que me congelaba el corazón y lo ataba a la desazón… El tibio calor de los brazos de Afrodita me descongela y me guía para conocer el nuevo mapa de este cuerpo mío renacido. Y es un mapa precioso, de bosques, colinas, flores, arroyos y miles y miles de caminos diferentes con sonidos de aves de todas las especies que yo pudiese imaginar jamás.

¡Es que eran secretos hasta para mí! Y qué secretos más dulces, más profundos, con qué notas… Quiero aprenderlos bien, descubrir cualesquiera que aún no he conocido… así puedo susurrártelos bien al oído mientras tú me cuentas los tuyos, querida mía a la que no conozco aún… porque no me importa tanto la forma de tus colinas o de tus ríos, sino su fuerza, sus leyendas, sus ritos y sus sombras a la luz de la luna… es que…

Es que creo que los mapas que tenemos las mujeres no muestran lugares, sino tiempos en formas de caminos. Al menos así lo he descubierto con mi mapa y sus secretos… Quizás Afrodita me ha retenido entre sus brazos para enseñarme bien la lección, a mí, la tardona en nacer… No lo sé, porque quién puede conocer la mente y el corazón de la diosa…

Pero sí siento que mis preguntas han cambiado. Han cambiado porque mi corazón ha cambiado. Sonrío más, me dice mi terapeuta… ¿Cómo no voy a sonreír si ahora sí, soy dueña de los secretos de mi cuerpo?