I

Clavó sus ojos en los míos en una mezcla de excitación y asombro. Dejé soltar suavemente mi mano de su cuello y ella cayó sobre el colchón. Esbozó una sonrisa leve, como de que no se esperaba esto de mí, pero que le gustaba verme actuar así. Me monté encima suyo y le acaricié la mejilla con una sonrisa llena de amor.

–Ariadna, siempre has sido así.

Sonreí y le mordí el labio inferior, después de descubrirle el rostro de los mechones de pelo color bronce.

II

–Siempre has sido así –me dijo al oído, susurrando con un tono muy suave tocado por las sensaciones de su cuerpo.

No suelo penetrar. Es algo que solo lo reservo a quien es muy especial. Es una invitación a que una mujer como yo extienda su amor hasta incluso dentro de su amada. Es… es un regalo que no sé explicar. Es trabarnos. Es el verbo que me sale: trabarnos. El pene de una mujer es un clítoris renacido con otras formas. Las ondas de placer nos hacen entrar en una marea eterna. Es un baile circular.

Me gustaba escuchar su corazón en esos momentos. No sus latidos, sino su corazón. ¿Cómo? En el tacto de sus manos y el ritmo dulce de una respiración húmeda que frena y acelera su cuerpo a la vez…

Las dos buscábamos el aire. Jadear no era. Era buscar el aire. A veces lo buscábamos en el espacio que quedaba entre nuestros labios. Yo estaba sentada encima, ella me agarraba firme de la nuca. Nos sonreíamos. Ella trababa y destrababa. Era un baile mutuo. Nuestros pezones se rozaban. La puntada eléctrica nos recorría.

De mi pecho surgían gotas de sudor y tenía el sabor de su miel en mi barbilla… que ella no dudaba en probar.

–Siempre has sido así, amor.

La firmeza se volvió ternura: nos besamos largo, acariciándonos el pelo. De hecho, abandoné su vagina. Recorrí su cuello y ella aprovechó mi debilidad para lanzarme a la posición abajo. Le dije una de nuestras palabras secretas y ella se rió, casi soltando una lágrima.

–Pffff, en fin –dije, alegre–. Pues nada, ¿qué plan tienes conmigo ahora?

III

–Siempre has sido así, feral y oscura, luminosa y alegre… todo junto a la vez –me decía susurrando mientras me penetraba con un arnés por el culo.

Sus manos jugueteaban por rutas que se inventaba ella por mis areolas. Yo estaba rendida. No había manera de escapar de ella, de esas manos que me incapacitaban con caricias dirigidas exactamente adonde estaban los puntos que me derrumbaban las miles de murallas. Bajó a mi pubis y se entretuvo presionando donde las colinas, jugando con mi piel suave.

Ese ritmo era profundo, pausado y muy insidioso. Sonaba su cadera contra mis glúteos. Era un movimiento preciso. Me estaba destrozando y me encantaba que lo hiciera porque en ese momento yo lo que quería era que siguiera hasta el infinito. Con la punta de la uña rodeaba mi glande solo un poquito, no fuera que perdiera la atención… pero su mano se concentraba ahora en dar forma a mis caderas y alternar entre caricia y un agarre firme…

Yo busqué como pude su cuello para besarla desde mi posición de total sumisión. Lo conseguí a medias. Esa desesperación me puso a mil. La misma desesperación que había visto en ella alguna vez cuando los roles eran los opuestos.

IV

–Siempre has sido así, querida.

Nos mirábamos tocándonos las manos, recostadas, con cuanto juguete tirado en la cama y en las sábanas. Un condón usado. Si me movía me podía encontrar con el resto de algo húmedo seguro… pero lo que me importaba era perderme en sus ojos y acariciarnos la una a la otra con la yema de los dedos… los brazos, las clavículas, las caderas, la barriga… elegíamos sin ver, porque nos mirábamos a los ojos, cansadas, súper KO, preciosas en el desarreglo total, los pelos por cualquier lado. Respirábamos llenas.

–No te sienta bien esa pose de modestita, cariño. No te sienta bien. Tienes esa parte de fuego negro… y lo sabes…

V

Si hay una cosa que adoro es que comer un coño es… es una de esas cosas que se hacen mejor si te olvidas de todo lo que crees saber. Calipso me iba guiando, mientras me acariciaba como si fuera su perrita. Ahora aquí. Ahora por aquí. Bromeó poniendo voz de GPS. La miré con cara de “Te mato”, pero me hizo gracia. Me encantó sentir el suspiro profundo que dio arqueando ya un poquitín la espalda.

VI

(Calipso)

Si hay una cosa que adoro de comerle la polla a una Diosa es… es una de esas cosas que se hacen mejor si te olvidas de todo lo que crees saber. Ari me iba guiando, mientras me acariciaba como si fuera su gatita. Ahora acá. Ahora por aquí. Me dijo que estaba viendo las estrellas y me miraba. La miré al sentir una pulsación preciosa y cómo ya mi querida arqueaba la espalda.

VII

–Siempre has sido Selena, la seductora. Recupérala: esa identidad te salvó de años de oscuridad. Es parte de ti, la mujer feral, la mujer que no tiene miedo a desear lo que le place y a llenarse de placer con lo que desea… No eres solo ella, pero es una parte con la que quiero que te reconcilies. Hasta te diría que te vistas un poco como te la imaginabas… al menos de vez en cuando…

–A mí me da miedo de sacar la fuerza.

–Tu fuerza es de mujer. Nada que ver. No tengas miedo. Recuérdalo siempre: tu fuerza es de mujer.

VIII

Calipso –cuyo nombre, insisto, no es ese realmente, sino uno que no puedo revelar– me enjabonaba la espalda. Con su magia de Diosa milenaria había conjurado una bañera y un baño tibio de burbujas que olían a jazmín… mi flor favorita. Me acariciaba la espalda aunque ya no lo necesitara… es que le gustaba tocarme y yo, la verdad, necesitaba… Estaba triste aquella tarde. Sí, íbamos a follar, pero imposible. Estaba triste. El baño había sido idea suya…

Me besó en el cuello y me abrazó, con ternura.

Me cayó un relámpago en el alma. Me giré y, cogiéndole la cara, la besé en la boca de improviso, largo, profundo… Fue un relámpago. Solté el amarre suave y volví a la ternura. Calipso no supo qué decir. Temí que le hubiese molestado.

–No, cielo, somos así: somos tempestad y calma. Me extrañaría que no fueses así. Me gusta verte así –me dijo, recuperando el aliento–. ¿Me enjabonas tú a mí?

Me perdí entre la espuma que se formaba con la esponja en su piel tostada y recorrí con la mirada, cómo se escondía hasta el comienzo de las lumbares divinas con hoyuelos…

Esa tarde nos dedicamos a bailar salsa clásica en el salón. A cada gesto de rumbera profunda, ella me recordaba:

–De tu fuerza sale la guapería socarrona de rumbera y también lo otro, amor. Si no dudas aquí, no dudes allá.

IX

–Siempre has sido así, Ariadna.

–¿Y por qué he tenido y tengo tanto miedo?

Calipso seguía jugueteando con la costura de mi sujetador y se “perdía” a probar el borde de mi pecho realzado. Me miraba con ternura.

–Les pasa a muchas mujeres, no te preocupes. Una mujer más animal, más carnal, más como tú… es que une en sí misma el doble de sabiduría y de poder y de amor… y eso asusta. En ti, querida…

Me soltó el sujetador y me dio un beso en el esternón…

–Hueles a mujer cada día más… –dijo y continuó– En ti, querida, es que tu vida te ha hecho muy completa, muy completa… No acabas de ver el mujerón que eres, aunque te lo diga hasta tu farmaceútica… Si te vieras desde fuera sin saber que eres tú, te estarías aplaudiendo y admirando sin duda ninguna.

Me acarició la barbilla y, luego llevándome levemente de manera que me quedara acostada encima de ella en la cama.

–Créetelo, ¿sí? –me dijo–. Y ahora qué te parece si pedimos sushi y hacemos…

X

Llovía. Yo estaba confundida, de pie delante de la ventana.

–Ari –me decía Calipso, recolgada sobre mi hombro derecho–, tienes todo mucho más claro de lo que piensas. Calla esa cabeza.

–¿Cómo puede ser que sea yo tan pervertida?

–Siempre has sido así y, ¿sabes qué?, es parte de tu encanto. No te esperabas sentir lo que has sentido esta noche, ¿no?

–Para nada.

–Deja de encasillarte. Vive, mi amor.

XI

(Calipso)

Ariadna no es consciente. Aún no, pero yo sé que va a darse cuenta. Adoro verla crecer a pasos tan, tan, tan agigantados, aunque ella jure algunas veces que no lo ve. La chica que no podía ni tocarse sin torturarse se ha reconquistado. Ay, si hubiese nacido ella en Asiria o en Babilonia, la habrían venerado como sacerdotisa, porque mujeres como ella lo eran. Eran sanadoras de los amores, asistían en los partos, daban consejos a las madres, enseñaban a seducir y eran encarnación del Eros… no, no seguidoras, sino encarnación y veneradas como tales.

La serpiente sagrada la llevan en el cuerpo, entre las piernas. Me apena que tenga tanta mala fama, porque es tan hermosa en una mujer como el templo oculto que es la vulva que tenemos otras. Insultar la serpiente es una blasfemia, como lo es insultar el templo oculto. El pene de una mujer es… es que es el de una mujer. Quien diga cualquier otra cosa es demuestra que no sabe nada de nada de nada del amor, del sexo o de las mujeres.

Ariadna siempre ha sido así. Feroz y cuidadosa. Guerrera y paciente. Sombra y luz; luz y sombra. La que te acaricia y la que te muerde… pero siempre dando cobijo lo mejor que puede…

Sé que algún día dejará caer ese miedo y la rabia que aún le queda y va a vivir emprendiendo vuelos y sintiendo cosas que ni se imagina. Está descubriendo que su fuerza es bonita, que su vulnerable ternura también y, lo más importante, está aprendiendo a rendirse ante su propio corazón.