Cierro los ojos. Dejo caer mi cabeza sobre el dorso de mi mano y dejo el alma fluir. Me da miedo, porque muchas veces mi alma se entretiene en imaginarlo todo negro. Hoy no. Hoy no tengo miedo. Hoy voy a soñar.

Me imagino entre sábanas suaves en un colchón cómodo, en una cama con velo… el color es de un violeta pálido, transparente. Me despierto desnuda, con un cuerpo de piel suave, un cuerpo que he aprendido a amar y al que he guiado para que me llevara a ese lugar de amor a mí misma.

Me imagino despertando ansiando volver a tener la mano de ella en mi espalda. Me imagino esa mañana extrañándola –¿por qué se tuvo que ir de viaje de trabajo?–. Me imagino incorporándome en la cama, tapándome un poco, mientras busco con mis manos mi móvil para mandarle un mensajito.

Me desperezo. Me levanto ya de la cama, calzándome las pantuflas y buscando un camisón en mi armario. Recuerdo cuánto tiempo –no tanto dinero– me costó tener un armario con el que me sintiera cómoda y libre. Me visto el camisón de seda y abro las ventanas. La luz dulce de un amanecer ya completo entra y me invita a comenzar el día.

Me llevo el móvil conmigo. Me arrepiento un poco: empieza a caer la cascada de mensajes y correos electrónicos que tienen que ver con mi proyecto… Pero se apodera de mí la sensación de que mi vida ahora tiene una dirección.

No alcanzo a entender qué es ese proyecto. No lo puedo ver en mi sueño.

Mi habitación está en una primera planta… Salgo a una galería que está un poco en penumbras porque la noche anterior había cerrado las persianas de una de las ventanas que da al jardín. Mis pasos son cortitos, siempre lo han sido, como de hormiguita. Me arreglo la cabellera ondulada sobre mi hombro izquierdo y bajo las escaleras.

Me dirijo a la cocina. La casa es antigua, pero la cocina es un lujo moderno: luminosa, espaciosa, conecta con el salón-comedor y da hacia el jardín. Veo que los naranjos están en flor.

Me siento tranquila. La paz ha sido una conquista dura… mucho más que todo lo demás. Un recuerdo fugaz de años pasados cruza por mi corazón: el recuerdo de una Ari que lloraba intentando soñar delante del teclado, en aquel piso ruinoso en Pamplona, con el cuerpo a medio andar y el alma llena de preguntas y la gata Marianne a su lado.

Me sonreí al recordar a la trastito Marianne. Era mi guardiana.

Suspiro. Me muelo el café y preparo la pastilla de la espresso. Me apetecía un café bien hecho para empezar el día. Me llevo el café recién hecho a la encimera de centro de la cocina y me siento sobre el taburete blanco… Cruzo mis piernas, la imagino sentada en el taburete rojo…

“Cielo, buen día! 🌞 Aquí súper a topeeee… Me quiero moriiiiirrrr ajajajj Oye, que tengas un día genial, amor… Nos llamamos al mediodía, sí?”, me había contestado ella. La adoro.

Me pongo a revisar todo lo que el mundo reclamaba de mí esa mañana. Apunto en la agenda del móvil llamadas que hacer, correos que contestar y frunzo el ceño al leer el típico mensaje drama de lunes que, en realidad, no es nada grave. “Tengo que decirle a este que no se preocupe tanto por retrasos así”…

Me sonrío porque cuando yo trabajaba en aquella editorial, yo tenía el mismo puesto que ese chico lo tiene trabajando para mí… y yo era igual de ansiosa que él. Es solo un junior.

Me gusta sentir que tengo mis emociones equilibradas. Recuerdo que desde hace tiempo no me siento perdida en mis emociones… Las tengo más intensas ahora… Es como que, cuando te dejas llevar, dejas de meter ruido con la resistencia y te acabas haciendo una sola con tu corazón… y mejor persona… Me tomo el último sorbo del café.

Me tengo que duchar. La ducha ya no es una tortura.

Ya en el baño me desnudo otra vez. Me miro y me gusto. ¿El tatuaje aquel cuánto tiempo me tuvo que animar ella para que me lo hiciera? Cuántas vueltas di con eso… Y cuánto sufrí para depilarme… Y cuántas vueltas con… La temperatura del agua ya era perfecta.

Una ducha limpia. Sin miedo a que se cortara el gas por falta de dinero.

Mis manos recorrieron mis muslos y el flanco de mi torso. Bajé mis manos al bajo vientre y alivio. Me miré los pies. Me gusta que estén sanos. Me llevé las manos al rostro… sonreí, con todos los dientes.

Si era feliz ahí es porque un día, mucho tiempo antes, en el sofá de aquel piso ruinoso, con el teclado en mis rodillas, me atreví a cerrar los ojos y soñar. Me atreví a darme el derecho a ser feliz ese día. Esa fue la semilla.