I

Estaba nerviosa. ¿En serio íbamos a hacer esto? Jugeteaba con los dedos de mis pies mientras esperaba que ella volviera del baño. Estaba nerviosa. No, no se lo había dicho. Algo me decía que lo mejor era decírselo, aunque supuse que se me notaría en la cara. No, no, iba a decírselo en cuanto saliera ella del baño.

Uf, ¿por qué demonios tuvimos esa conversación unos días atrás? ¿Me estaba arrepintiendo? Y la maldita lista esa que hicimos… Me tentaba echarme para atrás, pero un cosquilleo me decía que usara esos nervios y los transmutara en excitación.

Exhalé. Me gustaría poder decir que fue un suspiro sexy, pero no: fue casi un resoplido. Me acomodé en la almohada sobre la que estaba sentada. Está bien. Hagamos esto. Confío en ella.

Mis ojos se clavaron en la lámpara empotrada en el techo de color crema de su habitación. Sí, encima esta era su casa, no la mía, porque no quería preguntas incómodas de mis compañeras de piso. Era su cama, no la mía. Yo en bragas, preparada para una idea perversa que había surgido de mis labios no sé ni cómo. Mientras tanto, la mujer que pronto iba a tomar el control de mí no sé por qué estaba tardando tanto en el baño. ¿Era esa tardanza parte de…?

Me masajeé los dedos de los pies y me froté un poco las pantorrillas. Un calor extraño me rodeaba desde las ingles, subiendo hasta mis hombros como una serpiente que quería envenenarme de por vida. Mi corazón a mil. Mi mente me devolvía, una y otra vez, a aquella noche.

II

Pizza. Noche de pizza. Nos habíamos besado con hilos de mozzarella fundida en nuestros labios. Nos gustábamos. Estábamos sentadas en el salón de su casa: un piso sencillo, decorado con telas de motivos florales en tonos cálidos. La mesa nos servía de apoyo para la caja de pizza artesanal que habíamos ido a comprar a una pizzería maravillosa justo a dos calles de su portal. Comíamos sentadas en el suelo, descalzas. Ella en pijama; yo más de calle. Muy cerca la una de la otra. Su mano en mi pantorrilla.

Ella separaba con ligereza una de las porciones con su mano coronada de anillos. Yo me sentía a gusto. Con ella me sentía lo suficientemente relajada como para poder hablar de todo. Su mirada era siempre la de un cariño trufado de intensidad que me ponía a mil. La miré atentamente llevarse el trozo a la boca, manchada de tomate, como una gata que mira a su dueña que no le da de probar de su comida.

Imaginé una escena. Sentí sus dedos imaginarios dándome de comer. Me rostro se debió de iluminar, porque ella sostuvo en el aire la pizza y me preguntó:

–¿Y esa miradita?

–Es que si me dieras de comer… –le dije, bromeando.

–Uy, claro… ven, cariño –me dijo, con una voz que solo le había escuchado en momentos de oscuridad.

Obedecí. Obedecí naturalmente. No sé, pero fue instintivo: me cogió del mentón con sus dedos y me dio de comer el trozo. Mordí mirándola a ella y dejando las manos detrás de la espalda. Tres hilos de queso se quedaron marcados en mi barbilla.

En sus ojos, un brillo extraño.

–Tía… –me dijo, sonriente–, creo que tenemos algo de lo que hablar, ¿no? Llevo un tiempo queriendo preguntártelo, de hecho.

Sentí un nudo de queso cerrar mi tráquea. Pensé que no iba a poder tragar y me llevé la mano a la boca por puro reflejo. Ella arqueó las cejas. Vi preocupación. Ay no. Me pasó el vaso de cerveza 0,0 en silencio.

–¿De qué hablas? –dije, con dificultad, tras tragar.

Pero yo estaba mintiendo. Yo sabía muy bien de qué estaba hablando y yo sabía muy bien qué había pasado y yo sabía también muy bien que me acababan de romper por completo.

III

Sus manos inmovilizaban mis muñecas. Solo sus manos. Sus ojos estaban llenos de una ternura que era nueva. Una ternura oscura. Yo estaba a mil. No era nuestra primera vez compartiendo nuestros cuerpos, pero esta era la primera vez así. Silencio. Su respiración era rítmica. La mía era un caos.

Me acarició la cara interna de los brazos.

–¿Cómo te sientes?

–Sigo muy nerviosa.

Me sonrió y se tomó su tiempo para besarme. Me mantuvo inmovilizada con una sola mano, mientras me acariciaba la mejilla.

–Es bueno que lo estés. No lo combatas.

IV

Me miraba cogiéndome de la mano. Yo estaba llorando, rota. En medio, la caja de pizza con la mitad ya fría, sin tocarla. La untuosidad del queso derretido ya no estaba ahí: era sólido. Era sólido como el dolor que me recorría a mí. Sus ojos de color castaño y sus labios gruesos me miraban con atención mientras contaba una retahíla de cosas que no había contado a absolutamente nadie…

Ella no paraba de acariciarme el dorso de la mano con su pulgar. Su rodilla tocaba la mía.

–Tengo una idea –me dijo–. Ven, ven a la habitación conmigo.

–Tía, no estoy ahora para andar probando nada…

–Ah no, no… Vamos a coger lápiz y papel y a hacer un poquito de lluvia de ideas, ¿te parece? Solo eso. ¿Qué te parece?

Me sequé los mocos.

–Vale.

V

Eran dos pañuelos en vez de sus manos ahora. Ahora sí que estaba atada. Me molestaba un poco pero no era dolor… Era más bien el instinto arraigadísimo de querer retomar el control, porque eso es lo que sabemos hacer las supervivientes a todo: retomar el control. Y porque eso es lo que me pedían siempre las chicas con las que yo había estado alguna vez: que yo tomara el control. En la pista de baile yo solo he sido leader, soñando ser follower, pero la follower de un baile conectado…

Las piernas no podía moverlas porque ella estaba sentada encima de mí. No hacía falta otra cosa para ponerme en su sitio que su cuerpo de estatua de piel morena y regada de lunares casi invisibles pero presentes.

–Te dije que te iba a comer dulcemente –me susurró mordiéndome el lóbulo de la oreja derecha.

Me cogió del cartílago de la oreja.

–Siempre me han gustado tus orejitas.

Sin decirme nada me pidió que me callara. Si no me mantenía en silencio, me amordazaría. Me propuse seguir la orden sin necesidad de que lo hiciera. Me parecía más interesante que esa restricción fuera mental.

Entonces apareció en sus manos aquello.

VI

–A ver, yo siempre te noto como que quieres algo más, pero no me imaginaba esto, corazón.

Mientras me decía eso, yo miraba horrorizada la lista de fantasías que había brotado de mi boca, más la lista de las de ella. Ella me abrazaba por encima del cuello, desde atrás.

–Me estoy poniendo mala.

–No hay nada obligatorio…

–No, no es eso.

–¿Qué es, amor?

–Esto me viene siempre que sé que voy a cruzar un umbral…

Me besó en la mejilla y posó su mano en mi rodilla.

–Pues yo te quiero acompañar. ¿Quieres?

Asentí con la cabeza y le agradecí con una voz que me salió un poco quebrada, sin quererlo.

–¿Te quedas a dormir? Te veo un poco tocada. No me gustaría que pases esta noche sola…

Me quedé a dormir… Creo que me dormí refugiada entre sus brazos, en el rol de cucharita pequeña. Procesar las cosas acompañada se siente tan distinto…

VII

Su lengua era una punzada eléctrica. Sentía los hilos viscosos de la miel que se derramaban sobre mi piel, llenando los pliegues, mi ombligo… Me pintó los labios con sus dedos y esa era mordaza suficiente… Yo era su bombón inmóvil.

Mi cuerpo se arqueaba y yo quería gemir, pero había prometido tragarme cualquier sonido. Y me los tragué todos. Mis gritos se tradujeron en espasmos de un cuerpo que no podía moverse, atada de muñecas, inmovilizadas las piernas por el peso de ella. Mi cerebro se hizo la pregunta de cómo me iba a limpiar después de esto, pero la idea se deshizo cuando ella vertió una puntita de miel en el frenillo de mi pene para lamerla… mientras preparaba el vibrador en mano.

–Ayy… –dije, sin querer.

–Uy, lo siento, pero las reglas me obligan a…

VIII

–Hagamos esto… Lo veo… más calmado…

–Me parece chulo como reconexión contigo, cielo.

–Ay, no sé si es reconexión… Al final la verdad nunca he hecho nada así…

–Lo hacías contigo misma. A mí me vale.

Recordé la sensación perdida de atarme con cinturones de pequeña a hurtadillas hace muchos, muchos, muchos años ya…

IX

Jadeaba. Temblaba. Estaba alterada. Se sueltan los nudos. Un beso en la frente y me rodean unos brazos llenos de ternura. Creo que me vino un último orgasmo abrazada a ella, pero yo me sentía como un peso muerto. Me sentí… distinta.

X

Estaba yo leyendo en una cafetería un libro de esos que leo yo, sobre sexualidad, mientras me tomaba un café de filtro. Era una mañana de sol, de esas que en realidad anuncian una tarde de lluvia de primavera. Me sentía en mi mundo, disfrutaba del ambiente cafetero, había estado hablando con los baristas de unos granos nuevos que habían recibido… Vamos, mi vida de siempre.

Mi móvil vibró dentro del bolso. Como estaba en un pasaje un poco árido de un libro árido, mi mano se fue al bolso y buscó el móvil. De haber estado leyendo algo más interesante no lo habría hecho así de inmediato.

Era un mensaje de ella: “Ya tengo lo que necesitamos!! 😉😉😉😉 Dime cuándo quedamos?”.

Mi estómago se hizo un nudo. Justo en ese momento se había acercado una de las baristas a traerme un bizcochito.

–¡Aquí tienes! ¡Uy, pero qué carita! ¿Ha pasado algo?

–No, no, no… solo que alguien me ha sorprendido con algo –dije, pensando que estaría yo rojísima como un tomate–. ¡No te preocupes! ¡Gracias!

Estuve tentada de contestarle a esa querida amiga que me echaba para atrás… o decirle algo peor, el típico “Ya te diré” que encierra una mentira podrida… Pero no. No. De algún modo haberle confesado mis miedos aquella noche, con papel y boli en mano, sentadas en pijama –yo con uno prestado suyo– sobre su cama, me daba la valentía para decirle…

“Estoy cagada de miedo, pero este finde estaría guay… así me doy unos días para hacerme a la idea… Siento ser tan así de lenta 😓”

Su respuesta fue: “Lo estás haciendo genial. Cualquier cosa me dices, ¿sí? No quiero que te agobies! 💓 El sábado? Y te quedas a dormir conmigo, que te vendrá bien…”.

El sábado. Tres días.

XI

Había vuelto a mis sentidos, un poco al menos. Seguíamos desnudas. Ella había sido lo suficientemente rápida como para decirme que estaba yo toda pringosa y que no me pusiera nada encima, que iba a destrozar la ropa. Que nos duchábamos juntas.

–¿Cómo te has sentido?

–Guay… –no sabía decir otra cosa.

Me sentía agotada, pero era como liberada de un peso que no sabía ni que llevaba yo encima. Ella me acariciaba el dorso de la mano con su pulgar. Un brillo dorado recorría su nariz, sus labios y su barbilla… El lunar tímido que tiene en la comisura del labio superior estaba bañado en miel. Quería lamerla yo, pero también quería mantenerme en mi sitio…

Algo habré dicho con mi rostro para que ella me dijera:

–En algo estás pensando… Venga, hazlo, tonta.

Me acerqué como buenamente pude y le lamí el labio. Nos fundimos en un beso dulce y pegajosísimo. Volví a mis sentidos un poco más. Nos reímos.

–¿Te ha gustado? –me preguntó, relamiéndose ella.

Asentí con la cabeza. Me sentía en las nubes. No era capaz –o no quería– hablar. La vi emocionarse. Nos fundimos en un abrazo y sentí su calor. Nos quedamos así un rato largo –o me lo pareció a mí–. Yo lagrimeaba intermitentemente pero me reía también, sin mucho control. Ella me iba acariciando los hombros y me rascaba un poco en la cabeza y la nuca.

Nos separamos cuando me sentí mejor. Me fijé en sus ojos y vi las lágrimas alegres en sus ojos. Vi su cariño. Después de unas palabras muy bonitas que aquí no reproduciré, me dijo:

–Venga, vamos a la ducha, que somos el pringue. Uy, las sábanas estas a saber cómo las voy a lavar…

Me guió de la mano al baño. Mi corazón latía lleno de alegría.

XII

Esa noche sé que me dormí en sus brazos mientras ella recorría mis hombros descubiertos con sus dedos una y otra y otra vez. A la mañana siguiente, al despertarme, sentí que sus dedos seguían acariciándome del mismo modo… ¿Había estado ella toda la noche así? No, no quería preguntárselo.

La saludé besándola. Sus labios aún sabían un poco a miel.