25 de diciembre. Navidad. Mi primer Navidad honesta. La primera Navidad en la que no he intentado ni fingir que todo iba bien delante de la familia e invitados, la primera en la que no he mendigado el amor de nadie para no sentirme sola, la primera en la que no me he aferrado a un arranque religioso para fingir ante mí misma que todo está bien.

Conseguí no pasarme al lado de la rabia, o sea, a volverme una grinch que se pone a despotricar contra el significado de la fiesta o el consumismo o yo qué sé. Una pequeña victoria… 🫠

No. Me permití sentirme fatal. Planazo. Ya, planazo pero necesario.

Las Navidades en casa siempre fueron extrañas… Las únicas que recuerdo más normales son de cuando vivíamos en Chile, entre 1994 y 2006. Supongo que celebrar la Navidad en verano ayuda a los ánimos, pero creo que también ayudaba que, aunque no todos los años, teníamos a las abuelas de visita desde Buenos Aires.

Sin embargo, yo siempre he recordado el esfuerzo que hacía por acoplarme en las fiestas, tanto Navidad como Año Nuevo. Hacía mucho esfuerzo especialmente de intentar estar alegre, tanto pero tanto que me forzaba a reírme de los chistes malos o que no entendía de mi padre medio alcoholizado o de los invitados –todos colegas suyos– que comenzaron a llenar las sillas como familiares suplentes ya cuando vivíamos en España.

Me esforzaba tanto que me acuerdo de que me siempre me dolían las cervicales de tanta tensión que acumulaba esas noches.

Año 2022. Sola. Vale, no es la primera vez sola, pero es la primera vez que no intento escapar de estarlo. Me saturé tanto, especialmente por la tarde del 24, que decidí apagar el móvil, no ver las redes sociales para no estar como queriendo chupar de las celebraciones ajenas… y me puse a ver no sé cuántos episodios de Star Trek: Deep Space Nine hasta que caí rendida.

Y el 25 me levanté tardísimo, triste, llorando hecha una bolita en la cama, acariciándome y, simplemente… dejando que el dolor fluya.

Porque eso es lo mejor. Fingir o forzarse a estar bien… o ponerse a hacer tareas a lo loco… o ponerse a rabiar de lo injusto que es todo o echarse la culpa a una misma… nada de eso sirve. Creedme, las he intentado todas en el pasado. No, lo mejor es confiar en el cuerpo, que sabe más: si hay que llorar, se llora…

Cuando lloras fluyendo, lloras en un silencio de paz. No hay pataleta. Casi ni hay palabras. Solo hay como un camino del que una no tiene el control, pero que una sabe que siempre lleva a buen puerto. Te lava. Te purifica. Da miedo, sí… porque en esta sociedad se demonizan el miedo, la rabia, la tristeza y las mal llamadas “emociones negativas”. No, no son negativas. Simplemente, son.

Estamos tan pero tan desnaturalizados en esto… En la Antigua Grecia la ira, la tristeza y, hasta el miedo, eran divinidades: Eris, Ezis y Fobos… cada uno con su mito, cada uno representado en historias, cantos, vasijas… Ellos tenían presentes estas emociones, mientras que nosotros hemos buscado ocultarlas y hemos aprendido a huir de ellas porque nos hemos creído el cuento de que, poco menos, tenerlas presentes es sufrir una depresión.

Sin ser profesional de la salud mental –importante decirlo–, yo observo que la depresión surge más bien de negar esas emociones, de no darles el espacio. La depresión es como una terrible venganza de esos dioses por faltarles el respeto creyéndonos superiores a ellos. “No, yo soy más fuerte que eso, no me va a pasar…”. Ya, pero es que mientras te mientes con eso, no estás integrando nada de lo que estás viviendo… y eso te va a pasar factura, cielo. El cuerpo –en este caso el cerebro– siempre sabe más.

Confundimos respetar el duelo con tener un problema… y entonces queremos pasar el duelo rápido. No lo queremos. Es desagradable, quitádmelo de aquí… “¿Salimos este finde?”.

Alguna vez alguna amiga me ha hecho alguna pregunta que he tenido que responder con el amargo “Creo que no estoy preparada aún”. Y alguna vez la respuesta de ellas ha sido un poco de incomprensión y, con la mejor intención del mundo, de intentar animarme a dar ciertos pasos. Es una reacción normal: todas queremos animar a las demás a avanzar, es de buena amiga hacer eso… pero sí que creo que una a veces tiene que explicar un poco que una está todavía pasando el duelo en algún aspecto.

En el duelo se pasa mucha incertidumbre y esa es la que yo creo que es la peor trampa. Después de haber pasado por traumas, cosas feas, dolores… claro, una espera pero no tiene ninguna certeza de que no vuelvan a suceder, iguales o de forma diferente. De hecho, a mí el miedo me viene de que me vuelvan a suceder de forma diferente, de una forma que yo no sepa reconocer a primera vista. Es normal, supongo.

“¿Estaré triste así cuánto tiempo?”, “¿Cuándo sabré que estoy mejor?”, “¿Sabré mostrarme tan vulnerable a una pareja o volveré a fingir?”, “¿Y si nunca me recupero?”, “¿Sabré actuar bien?”, “¿Qué hago… hago eso o no? ¿Estoy preparada?”… Son preguntas reales que me he hecho en momentos que dejo que el dolor corra por mis mejillas.

La mayoría de las veces la respuesta es… ¡El cuerpo sabe más siempre…! Acariciarme. Abrazarme fuerte en los hombros. Recorrer mi pecho y mi barriga. Dejar una mano fija en mi rodilla. Masajearme las piernas o los pies, que se me suelen tensar cuando estoy así. Supongo que cada cuerpo se crea su propia terapia única, personal e irrepetible… Las preguntas se disuelven, entonces. No se responden con palabras… Se disuelven en un bienestar que viene de dentro, de darte cariño, de permitirte sentirte vulnerable como una niña…

Y es un proceso muy fuerte.

Y es un proceso que, de lineal, no tiene absolutamente nada. Se solapa lo viejo con lo nuevo. Solemos usar muchas veces la metáfora del camino –yo la uso mucho, encima–, pero la vida muchas veces es más un caos de mareas diferentes que nos van llevando a un destino, pero sin carriles claros, con vaivenes de olas y zigzags de las corrientes… a la vez… Es un “camino” tridimensional, no el camino plano de un mapa.

Sin embargo, si pasamos el dolor como un aliado nuestro, sanamos. Hay que dejarse llevar, eso que decimos tanto para las sensaciones buenas pero que nos olvidamos de decir para las malas. Sanamos y florecemos.

Hay un brillo especial en las personas que han pasado duelos duros. Con esto no quiero embellecer el sufrimiento, que es lo que hacen los insensibles de la hustle culture en redes sociales. No, el dolor no es algo que debiéramos buscar ni querer y evitarlo está en nuestros genes para la supervivencia, pero si llega… no hay que darle la espalda. He conocido almas que la han pasado súper mal y han hecho las paces con su dolor… y brillan con una alegría diferente. Creo que todo el mundo conocemos a alguien así, ¿a que sí?

Quizás estoy floreciendo. Realmente solo lo sabré cuando me lo diga gente que me conoce bien, en una revelación íntima… de esas que sabemos reconocer cuando vienen. Sí, mi terapeuta me lo dijo hace una semana, pero lo dijo en presente continuo… estás floreciendo… Ojalá que sí.

Lo que yo sí que puedo decir que me llena de orgullo es que, aunque me apene, me duelan cosas, a veces me ponga rabiosa… hay como un suelo del que ya no bajo… Y ese suelo va subiendo cada vez más. Cuando no estoy bien, ya no me maltrato como me maltrataba. Cuando no estoy bien se me hace más fácil aceptarlo y se me hace más fácil apagar la cabeza y tan solo dejar que mi cuerpo haga el trabajo necesario.

No creo que sea muy distinto para ti, quienquiera que seas que me estés leyendo. Date cariño, suelta el control, pasa el dolor como si navegaras por una mar a la que no puedes ordenarle nada y… también te digo que acompañados es más fácil: amigos, terapia, familia… Sí, digo familia… Yo… Porque yo sé que hay familias buenas, independientemente de qué me pasara a mí con la mía.

No, esta Navidad no fue bonita… pero me encontré más en mí. Y eso es lo que importa, al final… No solo dar los pasos, sino también notar que una los ha dado. Y darme cuenta de que, de repente, ya no soy un hierbajo seco, sino que, oye, quizás acabo siendo una flor bonita y única… si es que no lo soy ya.

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