Me estaba tromando un café en una de las cafeterías que más me gustan de la ciudad. Me refugié en el sótano que tiene y me senté en una de las mesas que suelo usar, en un rincón junto a una pared.

A mi lado estaba un grupo de chicas que yo diría que tendrían algo así como 20 y pocos años. Hablaban de cosas típicas de su edad y yo me sentí muy sola… Me sentí apartada. Mi cabeza me empezó a recordar que yo no he vivido ni un cuarto de lo que han vivido ellas, yo sacándoles entre 10 o hasta 15 años de vida, y, sí, sentí envidia…

Ya sé que la envidia es de esos sentimientos que está “mal” decir que una los tiene. Al cuerno. Yo siento mucha envidia muchísimas veces. La siento porque, muchas veces, me veo como que me robaron o que me robé yo misma de muchas cosas y experiencias que, la verdad, o las haces a ciertas edades o ya no las puedes hacer.

Es un hilo de pensamiento muy peligroso. Lo es porque a partir de esa envidia es fácil caer en decirme que “nunca voy a poderme integrar como mujer plenamente” y, entonces, se empiezan a agregar sobre la pila de basura cosas como que es imposible socializar si no puedo beber o que soy lesbiana y encima una trans “tardía” y, que entonces, qué me queda, blablablá…

Son heridas abiertas. Ya sé que no son verdad, pero saltan.

La verdad es que he vivido miles de otras cosas que me hacen diferente. Lo que pasa es que a mí me incomoda ser diferente y mi trabajo es aceptarlo y aceptar qué significa… Es que toda la vida he querido “desaparecer” entre la multitud y nunca lo he conseguido. Me señalaban mucho de peque, especialmente porque rendía muy bien en el cole… y, luego, en la universidad había gente que decía que yo era una especie de prodigio. Lo odiaba, porque… porque cuando me han señalado para bien de esa manera, lo que ha acabado pasando es que otros me han señalado para apartarme…

Hoy en día sé que no me debo preocupar por eso, pero de peque nadie me enseñó a hacerlo y yo no entendía nada… y más tarde, cuando una debería tener ya los recursos para hacer frente a eso, yo era tan patológicamente insegura que mi reacción era escapar… Y hablo incluso de cuando hacía el doctorado.

Sentirme “diferente” a mí siempre me hace sentir en un primer momento que se me revuelve el estómago… y tengo que adentrarme en mí, calmar las aguas y darle la vuelta para que la herida no tome el control de mí.

He aprendido que hay algo bonito en ser distinta. Quizás no haya sido tan obvio para mí durante mucho tiempo, pero hay algo muy bonito en que los pasos que una da en este mundo estén teñidos de una mezcla de colores que es única en una misma… que lo que yo he vivido es único e irrepetible y digno de compartirlo. Una nunca sabe cuándo le ha dado esperanza o alegría o alguna luz a alguien simplemente siendo una misma. A mí me han influido personas con gestos de los que que estoy segura de que esas personas ni se acuerdan o a los que jamás les han dado ninguna importancia… Gestos en los que esas personas, “simplemente”, actuaron con sus colores únicos e irrepetibles.

Hay una fuerza súper linda en la honestidad de aceptar que he vivido una vida que es la mía propia, con sus alegrías y también sus dolores. Es la vida que he tenido y es el tesoro que me ha tocado guardar… y es el tesoro que da sostén a lo que viviré.

No, no es fácil. Lo fácil es bajar la guardia y acabar presa de la envidia y de la frustración que trae de la mano. Soy humana y acabo bajando la guardia muchas veces… Y, ojo, en esos sentimientos hay una verdad, no es que no la haya. Es verdad que podría haber tenido una vida más amable y más cómoda y que, seguramente, pasé por sufrimientos que no me merecí y que no son comunes. Ya, pero mientras me pongo a llorar por mis sombras dolorosas… ¿Cuántas luces brillan en mí y de las que no me doy cuenta?

Hay un ejercicio que me lo ha recomendado más de una terapeuta y que también se lo he leído a algún psicólogo en algún libro: hacer una lista de todo lo malo que pienso sobre mí y otra lista, en una columna al lado, intentando darle la vuelta, diciéndome cosas positivas o refutando los pensamientos negativos. Es un ejercicio que hago bastante, de maneras más o menos explícitas, porque… es que la palabra ya lo dice: ejercicio.

La salud mental se ejercita tal y como ejercitamos la salud física. Son hábitos.

Aprender a valorar quién eres, lo bonito que aportas al mundo, verte con compasión, enamorarte de lo que te hace única… eso se ejercita. Como en todo, hay gente que tiene más facilidad natural para hacerlo y otras tenemos que meternos en el gimnasio psicológico para “hacer músculo”.

Y siendo tan distinta –y obviamente distinta–, ese otro día me acabé diciendo: si me llueve tanta amabilidad, ¿no será que estoy haciendo algo bien? ¿No será que los demás me ven más las luces que las sombras, por incomprensible que se me haga? Pero yo creo que esto nos pasa a mucha gente con historias complicadas: que nos vemos mucho peor de lo que nos ven los demás, hasta el punto de que los demás se extrañan de cómo nos tratamos.

Oye, confiemos un poquito más en el criterio de aquellos que nos quieren de veras, ¿no? A que le hemos levantado el ánimo más de alguna vez a alguien recordándole lo bueno y bonito que tiene, ¿no? Pues también vale para una.

Aunque me cueste, creo que sí, que he llegado a una especie de equilibrio en el que lo diverso en mí se conjuga mejor con lo normal a mi alrededor… y eso, aunque muchas veces me machaque, creo que es un buen comienzo para construir una vida guay.

Así que una de mis tareas, entre otras muchas, es abrazar y no tenerle miedo a todo eso que me hace tan, pero tan diferente. Soy distinta y está genial serlo. Quizás no habré vivido tal y tal otra cosa, pero lo importante es lo que viene y quererme yo para dejarme vivir plenamente ese futuro. Es lo que me debo.