Ocurrió que me quise ver desnuda… y me desnudé. Quería sentir la caricia de mi mirada sobre mi piel, reflejada en el espejo, mientras la brisa invernal que se colaba por las ventanas viejas de mi habitación me acariciaban como queriendo calentarse ellas con mi cuerpo.

Ignorando el frío, me observé con cuidado y cariño. Acaricié mis clavículas, caminando con mis dedos hasta mis hombros. Me noté suave, me gusté en mi tacto. Sentí mis pechos y recorrí mi piel hasta el ombligo. Me sostuve las caderas y me senté en la silla que había colocado un rato antes allí, delante del espejo.

Sentí que las piezas volvían a encajarse, después de unos días en los que me llegué a sentir como desmontada.

–¿Por qué no haré esto más seguido? –me pregunté.

No contestó nadie. Estaba sola. El silencio de la noche no me contestaría ni falta que hacía.

¿Me hubiesen gustado en ese momento un par de manos recorriendo mi cuello, unos besos en mi nuca y la promesa de que esa noche sería una de placer intimísimo? Sí, ¿cómo no? ¡Claro que me hubiesen gustado sentir la respiración de una amante valiente y pícara en mis oídos y yo entregarle a ella la mía! Sin embargo, me prometí no lamentar esa falta. Me prometí concentrarme en la mujer que sí que estaba presente aquí y ahora: en mí. Esta noche yo estaba destinada a ser para mí y lo celebré en mi corazón.

Soñé. Eso sí, soñé. Y me sorprendió, porque a mí me cuesta fantasear. Soñé sin lamentarme. Soñé que pronto, algún día, mis deseos se realizarían. Todos. ¿Cómo sucederá? No lo sé, pero me prometí que guardaría todos esos deseos, de toda clase, como un tesoro y que, cuando fuera el momento, me dejaría llevar por cada uno sin ya dudar en las olas del destino, como barca que se deja a sí misma confiada a la deriva. Ahora tocaba mimar la carne que se me había concedido y, a través de ella, el alma: mi carne, mi alma. Cuerpo de Diosa mística. Corazón de Reina milenaria. Ahora tocaba vivir y vivirme en esta habitación. Esta noche. Este momento de mi vida, con sus luces y con sus sombras. Esta noche era noche para parar el tiempo y contemplarme, descubierta, sin armaduras, y entregada al destino.

–¿Qué significa para mí desnudarme? –me pregunté.

Significa respirar y derrumbar en un suspiro los muros. Significa honrar la belleza de mi cuerpo, incluso cuando hay algo que no me guste. Significa que abro las puertas, incluso si me siento pequeña ante ti, amada mía. Significa que tú, quien estés delante de mí en ese momento, está por explorar un misterio especial y yo, el tuyo. Significa que dejo las armas y que no temeré. Significa que yo abro las puertas a mí misma. Significa poner de manifiesto la más pura esencia de quien soy, en el templo de la intimidad, en el silencio de las noches llenas de los aromas de Eros.

Significa también dejarme querer y cultivar en mi alma todos los amores de toda clase que recibo. Significa agradecer la mirada amorosa de quienes me quieren. Significa contemplarme como reflejo y parte de la naturaleza que nos rodea y, así, afirmarme como cuidada y cuidadora.

No siempre fui así. Tuve que aprender a quererme. Tuve que aprender a vestirme en mi propia piel. A día de hoy aún me estoy acomodando y descubriendo qué significo yo, en cuerpo, en alma, desnuda, en mi propio mundo, en el mundo… A veces las emociones me llevan a la deriva. A veces me siento indigna. A veces creo que soy imposible de ser amada. A veces vuelvo a escuchar voces terribles que quieren separarme de la vida. Entonces, mi piel me susurra: “Escucha tu cuerpo. Honra tu corazón”.

Porque las voces importan. Claro que importan. La voz y el tono con los que nos hablamos importan. ¿Cuál es mi voz? ¿Cuál es la de los viejos dolores? La de los viejos dolores es lacrimosa, quebrada, culposa y avergonzada. La mía, en realidad, siempre es radiante, confiada, llena de Eros, llena de energía de vida. La voz triste con la que me condeno es una voz ajena que hice mía… Pero no la callaré, ni la echaré de mi alma. Lo que haré es abrazarla y decirle que no tema, decirle que, aquí estamos, delante del espejo… desnuda, divinamente desnuda, en cuerpo y en alma, como pequeña estrella en una constelación fijada en los cielos. La voz y el tacto que me regale –que te regales a ti, también–, que sean siempre de amor y grandeza.

Me miro y me alegra cuánto he crecido, cómo me he hecho reina y señora de mí. Me llevé la mano al monte sagrado y pude sentir la llamada de los deseos. La atendería, pero no aún. Quería, deseaba seguir buscando en mi desnudez respuestas a los sentimientos y encontrar los sentimientos en la pureza de mis formas.

–¿Seré buena conmigo misma? –me pregunté.

–Seré buena conmigo –me respondí.

Y me tomé una foto.

Desnudarme, y más si es delante de mi reflejo, significa decirme la verdad. Verme con mi mirada de luz, mi corazón que ama, mi carácter lleno de poder, mi sonrisa, mi cabellera larga de rizos que reflejan los rayos del sol como bronce achocolatado, mis pechos tiernos, mi intimidad sagrada, mis piernas fuertes y mis caderas de invitación… Ver en mí a esa mujer que ha vencido y seguirá venciendo. Ver en mí a esa belleza, como me llaman mucho. Ver en mí a esa mujer capaz de tantas cosas, como me llaman mucho. Decirme la verdad significa, desnuda, recorriendo mi piel:

–A pesar de las dificultades, a pesar de las incertezas y a pesar de que, a veces, no sepa adónde ir: yo en mí siempre tengo un hogar. Vale la pena luchar por mí. Vale la pena decirme que soy digna de amor. Vale la pena mi sensualidad. Vale la pena mi talento. Mi vida ha sido un aventura y, la verdad, es que he sido admirable. Tendré miedo, sí, pero caminaré con él.

Abrazándome, agregué:

–Y me prometo rendirme a las energías más puras y viscerales de mi cuerpo y de mi alma…

Y, recostándome en el sofá, hice eso mismo: rendirme a las energías más secretas, casi como sellando con ellas un conjuro y una promesa…


Comencé a escribir esto hace unos días, pero lo estoy publicando hoy, 6 de enero, Día de Reyes… La verdad, se siente como un regalo. Un regalo bonito.