El deseo: una fruta prohibida en el Jardín del Edén, una mirada que se lanza de reojo en un instante, una palpitación súbita y aislada en el corazón, un pensamiento de “¿Y si…?”, un sudor cálido y una energía extraña que nos posee… El deseo… El maldito deseo…

El maldito deseo que a mí me cuesta conjurar. Lo puedo atraer hacia mí, pero es como si viviera fuera de mí y lo tuviera que dejar entrar para hacer de las suyas. Demasiado consciente, ¿no? Demasiado meticulosa la maniobra, ¿no creéis? No sé si os pasa también a vosotros.

Escribo esto acurrucada en una manta, con un café que se ha enfriado. Día lento en el trabajo. Suena música clásica de mi móvil –que inexplicablemente tiene mejor sonido que mi ordenador–. Las gatas están acurrucadas a mi lado, hipnotizadas por el sonido de las teclas… Es inevitable, en este otoño invernal, sola en una habitación alquilada que recibe luz solo de unas ventanas viejas que miran a un patio interior de paredes grises, sentirme como me siento ahora mismo… Solo me acompaña la luz del escritorio, la típica lámpara de pie, azul, de foco metálico…

En un momento así, ¿cómo no desear la compañía de un cuerpo y alma en vez de escribir en un teclado estas líneas? Aunque sea solo para acurrucarnos un poco, sin más pretensiones que la de hacer nuestras vidas más humanas mutuamente… y regular la llama como nos dé la gana, como queramos, aunque sean las dos de la tarde pasadas. Hambre de ternura, hambre de un cuerpo y alma como los míos.

Sin embargo, en esa imaginación mía, en ese sueño que hila mi piel por momentos hay un detalle… Un detalle que pervierte, para muchos ojos del coro social que nos rodea, mi deseo bonito en un deseo macabro, degenerado e infernal.

El detalle me lo guardo, pero no lo escondo. ¿A qué suenan mis líneas? ¿A qué clase de amante dirijo mi mirada y mis anhelos? ¿Con quién me estoy imaginando? Es obvio, sin serlo. No lo escondo, lo he desgranado poco a poco en algunos lugares… Sigue las migas de pan en el camino… Y no es pedantería guardar sin esconder, esconder sin mostrar entre líneas y palabras…

Es vergüenza. Es por vergüenza de haberme escondido ese deseo a mí misma durante casi un año… por vergüenza también. Vergüenza de ser. Vergüenza del deseo que refleja mi ser.

Hay deseos que, aunque totalmente inocentes, totalmente hermosos, que surgen de lo más hondo de nuestro nacimiento. Nacimos con esos deseos. Y nos dijeron que estábamos enfermas y nos trataron como tales. Nos inyectaron veneno y nos enseñaron a inyectárnoslo nosotras mismas para que, incluso lejos de las garras de quienes nos torturaran, nos torturáramos nosotras en su nombre.

Tengo frío y no es del frío. Miro atrás y veo a una chica desorientada que intentó acallar su deseo para poder ser aceptada donde la odiaban más… usando su velocidad mental para hilar estratagemas, pero sin saber actuar. Frío. ¿Qué frío más entumecedor existe que este, el de reconocer que te volviste a poner una máscara otra vez con la esperanza de corregir el deseo?

Ojalá un mundo donde no existiera el juicio, donde no existieran los dedos acusadores, donde nadie pase vergüenza por su inocencia… 🥀

Y la vergüenza de que la ingenuidad con la que vivía durante primeros pasos en esta tierra como mujer era la correcta… y que luego… ¿Qué pasó? Esa fea sensación de haber perdido el rumbo… haber perdido tiempo… haber buscado tapar algo para no enfrentarme… miedo al quedirán… miedo a no ser aceptada… miedo a cuestionarme y ser cuestionada… Miedo… Miedo… Vergüenza… Rabia… Suspiro… Tristeza…

Ojos llorosos que miran ahora al horizonte sin negar, solo preguntando: ¿Ahora cómo?

De pronto, esa pregunta encendió una pequeña esperanza en mi corazón y sonreí… un poquito.