Querida mía,

Sé que lo estás pasando mal. Sé que estás pasando horas y horas en la cama, aferrada a la almohada, ya húmeda de tantas lágrimas y mocos. Sé que no te quieres morir, aunque susurres palabras parecidas. Sé que estás sintiendo dolor, sé que te rompieron y sé que te sientes rota.

Rota. Imposible de ser amada. Incapaz de amar. El pecho te duele. Tu respiración se entrecorta. De tu garganta salen unos quejidos agudos que no llegan a ser inteligibles. Estás aferrada a la almohada. Te aferras a ella como si fuese el pecho de la madre que te rechazó. Sientes rabia también y te imaginas escenas de venganza junto a escenas idílicas de amores que no has sentido.

Querida, ven. Quiero abrazarte. Querida, déjame tocarte el pelo. No, no me importa que te parezca que lo tienes sucio. Querida, toma un pañuelo. Querida, ven, incorpórate y descansa en mi pecho. Querida, quedémonos en silencio… Te quiero.

Querida mía, sé que ahora te parece imposible, pero serás feliz otra vez. No lo digo como una forma vacía de apaciguarte. Ahora es imposible que lo veas y quizás hasta quieras echarme de tu presencia. Sé cómo te sientes porque yo he sido tú: yo también creía que era imposible sentirme mejor o sentirme entera porque confundía quien yo era con mi propia herida. Sé que decirte “Serás feliz” son las palabras más duras que te puedan decir en este momento.

Sin embargo, es verdad. Sé que tienes miedo porque te has acostumbrado a la oscuridad. Te has acostumbrado al dolor para poder soportarlo. Cielo, ¿cómo no lo ibas a hacer así? Es natural y quiero que recuerdes que es normal intentar acostumbrarte al dolor si todo tu mundo es un campo de espinos que atreviesas a paso lúgubre y pesado. Sin embargo, sí, serás feliz.

Ven, déjame que te abrace más fuerte. Siento cómo tiemblas de tanto llorar. Aférrate a mí y no a la almohada, que yo soy de carne y hueso, lágrimas y cicatrices y mi sangre late como la tuya a la temperatura de una madre llena de cariño.

Serás feliz. También te pondrás triste. Te enfadarás. Te verás guapísima. Te verás horrible. Sentirás. Sentirás, pero con el alma segura. El dolor… ese dolor aparecerá un poco de vez en cuando –no te mentiré–, pero no te anulará. Aprenderás a no escuchar las mentiras del dolor o de tus abusadores. Aprenderás a sentir lo malo tal y como sientes lo bueno. Y sí, me temo que tendrás que aprender a sentir lo bueno también, sin culparte, que sé que te culpas por sentir los pequeños destellos de alegría que a veces aparecen en el firmamento confuso de tu alma.

Cariño, serás feliz. Lo sé.

¿Sabes por qué confío en esta verdad? No, no es por mi historia. Niña, es porque te veo caminar. Te veo dar pasos que ni siquiera eres capaz de ver por ti misma cómo los das. Te haces daño muchas veces; sí, a veces daño innecesario… pero nadie puede negar tu valentía de vivir. Ven, llora conmigo, porque yo estoy llorando contigo. Te estoy diciendo la verdad.

Dentro tienes muchas cosas que hasta odias, pero son tuyas. Te avergüenzas porque te avergonzaron. Sé que acabarás blandiendo todas esas partes que llamaron de ti perversas como armas para luchar por tu libertad y por la de las demás mujeres como tú, incluida la mía. Sé que te da miedo explorar ciertas partes de cómo sientes, cómo quieres amar –porque es amor, créeme–, cómo te imaginas, cómo te sientes… Mi amor, el daño más grande que te hicieron no fue en el cuerpo, sino que fue romper el espejo que tienes en el corazón para mirarte. Sé que, entre lágrimas, nuestra mirada se tuerce… pero sé –y déjame secarte las lágrimas– que caminas aunque estés ciega, magullada o con hambre.

Te lo digo porque he sido tú. He sentido lo que sientes tú. Yo también me he querido morir. Yo también he sentido que era un deshecho o un monstruo o una equivocación de la naturaleza. He sentido también, bonica meva, que jamás sería feliz o que jamás disfrutaría de los amores. Me he sentido sola. Sé lo que son noches oscuras en las que la única compañía es tu dolor.

Sin embargo, el dolor lo sentimos porque ya estamos a salvo. Cuando te abusaron, ¿qué sentías? Nada. No sentías nada más que un enfado sordo contra el mundo, pero sin dirección ni mucho menos dirigido a quien debía estarlo. Yo empecé a sentirlo cuando ya me había puesto a salvo, aunque estuviera alojada en una pensión sin saber ni si ibas a poder comer. Hemos pasado momentos duros. Sé que el tuyo lo es ahora y que te miro y te abrazo con la suerte de haber rehecho mi corazón.

Es que puedes rehacerlo.

Si me permites el consejo, para que no sufras innecesariamente, te diría que pidas ayuda antes de cuando ya no des más de ti. Me costó aprender a hacerlo y sé que la gran dificultad es no querer sentirte una carga. Cielo, no lo eres: eres una mujer que brilla incluso en tal oscuridad. Vas a brillar mucho más, reina. Confía en el hecho de que hay quien te ama con locura y me estoy refiriendo a tantos amigos y amigas a los que tocaste sus corazones con tu bondad. Es que, amor, eres buena. No eres mala. Eso fue una mentira para destruirte. Eres buena. Eres buena. Eres muy buena. ¿Te has equivocado? Sí, yo también. Tú y yo sabemos que sabes pedir perdón cuando te has equivocado con alguien.

Te abrazo con locura, mi amor. Te corono con la corona que te mereces: una de reina bellísima, quizás teñida de sangre, de reina y diosa guerrera llena de amor. Puedo ver en tus ojos hinchados la misma confusión de cuando me coronaron a mí, que también fui coronada en una noche de llantos y vómitos en la que lo menos que me sentía era merecedora de esta dignidad. Créeme: un día la llevarás con tal orgullo y naturalidad que será parte de tu cabellera, de tu mirada y de los pasos llenos de fuerza con los que atravesarás la vida.

Cuando te sientas perdida, sabes dónde encontrarme. Te amo.

Tuya siempre,

Ariadna