Querida y amadísima mía:

Te escribo porque te he recordado, recostada en la cama. Y tan intenso ha sido mi recuerdo, que no he podido frenarme para buscar mi portátil y escribirte. Me imagino que en tiempos de más nobleza y más alcurnia en esa última línea te habría dicho que le he pedido a mi mayordomo tinta, pluma y papel, los cuales me habría traído en una mesilla de apoyo, con una vela encendida, para que pudiera escrirte cómoda desde mi cama. Sin embargo, lamentablemente, amada mía, aquellos no son nuestros tiempos.

¿Pero te imaginas?

Te he recordado porque he pasado días de oscuridad. He tenido –y, en parte, continúo teniendo– una situación que no es buena. Estoy de buenos ánimos, pero siento que, para mantener las energías donde debía, he tenido que pagar el alto precio de abandonar esa parte de mí que tanto adoras… Te he recordado porque estaba buscándola, conscientemente, acostada y vestida con mi bata de satén, entre mis sábanas frescas y perfumadas.

Lo confieso. Te estoy usando de excusa para poder encontrarme a mí misma, aquí en mi cama, escribiéndote… como invocándote, aunque estés lejos… ¿Me lo permites? Siempre has querido que sea feliz en mi cuerpo, en mi erótica y en todo lo que soy capaz de destilar por mis poros en los temblores místicos de la comunión con Ella… así que… algo me dice que no te importará ayudarme.

Bueno, te cuento…

Me gustaría aprender a perderme. Es un verbo que viene cruzándose en mi vida desde hace mucho tiempo, pero cada vez más últimamente. Perderme en ese sentido tan delicioso de “dejarme llevar”, dejar que la vida me guíe en el baile… y que yo apenas sé hacer. No me dejo; lo sabes… Tengo mis momentos de lucidez en los que renuncio al control y son los momentos más felices que puedo tener… pero son muy espaciados, son paréntesis dentro de una vida en la que me la paso oponiendo resistencia a mis miedos, me la paso “resolviendo” y no me doy el espacio para dejarme caer al vacío.

Mientras tanto, la sutil mano de seda de Ella me intenta llevar adonde pertenezco, al reino de los placeres y de los amores prohibidos… pero la ignoro salvo cuando ya mi negligencia ha sido tan grande que a Ella no le queda más remedio que gritarme, sacudirme y llevarme a su pecho…

Y ahí soy feliz… pero en poco tiempo me corroe la sensación de que debo dedicarme a menesteres más importantes. Y tú, querida, me dirás: “¿Qué puede haber más importante que la unión con lo más sagrado que somos?”. No lo hay, pero yo sigo envenenada por mentiras que me adormecen en la falsa comodidad de un dolor que se ha vuelto tan familiar como una chaqueta de cuero que has hecho tuya.

A veces me puede la vergüenza de que “no debería estar tan obsesionada con la sexualidad”. Me suena a ecos de la condena de que es una perversión fijarse en eso y mucho más si una es una mujer. Yo sé y siento que me atraviesa, que nos atraviesa a todos los seres humanos; quizás no todo es Eros en este mundo, pero yo sí que creo que Eros se esconde detrás de muchas más cosas de las que estamos dispuestos a aceptar… Especialmente detrás de cómo nos tratamos a nosotras mismas en nuestro interior.

Estoy cansada de mi intermitencia. Prefiría sentir los regalos todos los días, aunque sea de manera menos intensa, que estos asaltos de llamaradas alternados con días de angustia sofocante en los que no me siento ni yo misma. Me gustaría ser más constante en mi confianza para conmigo misma… y sentirme tan confiada que fuera capaz de perderme en los torbellinos sabiendo que no me ahogaré, sino, todo lo contrario: que nadaré entre los peces y las estrellas de múltiples colores y destellos del mar universal que nos ofrece el deseo.

¿Me ayudarías a enseñarme a cambiar mi mirada? El dolor me ciega y me miente diciéndome que no hay realmente un lugar en el mundo para mí y selecciona de mi vida los hechos que más le vienen bien para presentar su argumento. Creo que a veces elijo hacerle caso y no está bien. Yo más bien lo que quiero…

Lo que quiero es ver la vida con los ojos de saber que ya soy amada. Fácil escribirlo en una carta, pero es una práctica. ¿Una disciplina? Quizás es una disciplina, pero una de caricias, cariño y búsqueda de esa energía sabia y de raíz incluso cuando hay tormentas a nuestro alrededor. No, querida, no busco ser perfecta, pero sí busco aprender a volver a mí y valorar que soy Templo y Estrella en una constelación infinita… porque, cuando nos domina el miedo, lo primero que nos pasa es que creemos que somos el centro del universo, de un universo hostil y maligno, pero centro… Es perverso, ¿no? Cuando la realidad es que somos un trocito en un vitral de colores hermoso, conectado a miles de otros miles de millones de trocitos de vidrio de otros tantos millones de colores… La realidad es que ya soy amada; solo tengo que abrir los ojos y mantenerlos abiertos.

Tú me has enseñado muchas veces –mostrándomelo, además– cómo mi vida se vuelve más fácil y más rica cuando entro en esa frequencia. Ay, odio usar palabras así, porque no quiero sonar a astróloga new age… pero, al final, algo en mí me pide buscar otra vez la magia. Yo soy magia. La encarno. Lo sé. Solo es que todavía me aferro a prejuicios racionales que no sé si me hacen bien. Temo las críticas. Temo que se me trate de loca…

Aunque, en realidad, no hay locura más hermosa que creer que el amor existe sin límites, mezclado con nuestros sudores más tórridos y los jadeos que nos recitamos a los oídos. Bajo la cabeza y me muerdo el labio. Te imagino. Me encantaría interrumpir esta carta si fuera para morderte el lóbulo de la oreja y proponerte el sueño más sórdido que se nos ocurra. El miedo me tienta para decirme que nunca se cumplirá… ahí viene… pero, no, seré la loca que quiero ser: Ocurrirá mil y una veces, contigo, con quien sea, y será amor y sexo y todo… será perdernos y, por tanto, perderme… contigo, con ella, con ellas, contigo, conmigo, para ti, para mí, para todas… Siento cosquillas en las tetas y mi cuerpo se ha puesto en interesante alerta… Abro los ojos y me veo escribiéndote aún, pero no me siento sola, me siento que te he regalado un pedacito de mis sentires.

Ya así me has ayudado, mi amor. Léeme con todas las ansias de querer beber de mis fuentes y yo de las tuyas.

Este es el espíritu que me define más auténtica. Quiero vivir sin escondérmelo. Quiero conocerme y amarme con tal locura que ya no me juzgue ni me dé miedo a mí misma: ni me den miedo mis talentos, ni mis encantos, ni mi mente, ni mi cuerpo, ni mi alma, ni mi deseo, ni mi fuerza… Amada mía, me enseñaste a verme como diosa: quiero que estés orgullosísima de mí.