En medio de la noche, de una noche que me sentía desgarrada y desesperada, una golondrina entró por la ventana y, sobrevolando mi cama, dejó caer un papel enrollado, atado con un hilo de oro. Entreabrí los ojos llorosos, reconociendo el sello y me puse a leer.

Querida Ariadna, bellísima mía:

Aunque esta noche te sientas sola, desgarrada, hundida por el peso de un dolor que solo tú y yo sabemos que cargas, te pido que respires un segundo. Aparta los pensamientos de muerte, que sabes que son mentira. Aparta un segundo las palabras oscuras de tu boca, que sabes que solo son los pétalos de una flor negra, pero no sus raíces… Aparta y léeme, querida. Léeme, aunque llenes esta carta de lágrimas.

Ariadna –y te llamaré por tu nombre y no tu apodo–, primero quiero decirte que no te culpes por sentirte sola, desamada y rota. Estás en tu derecho. Todo ha sido extremadamente difícil para ti. Estás peleando por cosas tan básicas como tu derecho, simplemente, a no sentir miedo de querer a alguien… algo tan básico como confiar. Pero antes de que resoples desanimada, pregúntate… ¿Por qué comenzaste a pelear por recuperar lo que es tuyo?

Me dijiste un día, amor, que fue porque no querías ser una mujer triste. Te imagino con la cara hinchada, los mocos colgando y los ojos hechos dos bolsas. Te imagino pensando que eres una mujer triste… y yo, querida, te digo que no lo eres. Eres una mujer intensa, alegre… y valiente.

Tu nueva sexóloga, ¿no se sorprendió de lo transparente que hablabas de todo, sin vergüenza ninguna? Sentirás tristeza, pero no eres triste. Ya no. Esas lágrimas, Ariadna, necesitas sacarla. Esa rabia que estalló en ti ayer por la tarde, necesitabas sacarla… y me encanta que, por primera vez, dijeras que lo que vives es una injusticia. Ha sido todo muy injusto.

Una mujer triste se rinde. Tú no te has rendido. Hasta te culpas de lo que no debes porque no te has rendido: estás buscando el camino, a ciegas quizás, mal quizás, pero no te has rendido.

Querida, no estamos en octubre de 2019.

Me moriría porque esta noche una mano –la que tú deseases– recorriera tu espalda desnuda para consolarte. Te conozco: hoy no pedirías sexo, hoy pedirías mimos. Sí que me encantaría verte menos sola en ese sentido. Me da rabia –como te dijo una amiga– que para ti sea una guerra conquistar algo que es tan natural y tan humano como… es que ni siquiera es sexo… es… estar.

Quisiera que te escucharan, pero para eso debes hablar. Te da vergüenza. Lo sé. A ti solo te cuesta el inicio. Querida… estás a salvo con quienes tú ya sabes. Pide ayuda. Pide oídos. Pide que no te interrumpan. Pide que sea por teléfono si te hace falta, pero no te quedes callada, hirviendo en un guiso de sentimientos terribles que ninguna persona debería sentir.

Nadie debería estar tan sola como lo estás tú muchas veces. Nadie. En tu caso, corazón, la salida está en tus manos. En otras personas quizás no, pero tú sí.

Ariadna, tienes gente que te quiere. Gente que quiere saber de ti. Gente que te extraña. Gente a la que tú extrañas. Cariño, tienes gente de sobra para que te dé un abrazo o para que no te sientas desamparada. Abre los ojos, nena. El cansancio y el dolor te parecen infinitos porque has estado peleando sola demasiado tiempo. Venga, necesitas descansar: necesitas sentirte acompañada.

Tienes un corazón enorme, pero necesitas que conecte y sea parte de algo más grande. Permítete ser vista. En todo. Tú y tu intimidad. Tú y tus textos. Tú y tus talentos. Tú y tus opiniones. Tú y tus consejos. Toda tú mereces un escaparate porque… ¿cómo era?… Ariadna, no entiendo cómo te escondes tanto. Yo tampoco lo entiendo.

Quizás sea que te has creído la trampa que se creen muchas mujeres de que agachando la cabeza se ganan el respeto de gente que las odia. Ariadna, el respeto que se deba ganar no es respeto. ¿No has sido extremadamente respetable? ¿Te ha resuelto algo eso? No, solo te ha dado concesiones muy superficiales en lugares sin importancia. Yo quiero volver a ver a la Ariadna Vigo que se peleó con Robert Kaplan en Konstanz sin importarle un pimiento que él fuera una eminencia; te defendiste y atacaste a muerte. Ella está. No está escondida. Ella está aquí, leyéndome, seguro que con los ojos ya más secos y la nariz menos tapada.

Quiero acabar diciéndote algo que sé que es muy importante para ti. Eres preciosa. Sabes que cuando lo digo no solo es físicamente –que también y grábatelo en la cabeza–. Volar da miedo; lo sé. Sin embargo, quiero que eches el vuelo. No estás sola. Si te caes, no estarás sola. Repite conmigo: No estoy sola. Repite también conmigo aquello que leíste en aquel libro que te ha revuelto entera –¿ves cómo eres de valiente?–: pedir, incluso en lo más carnal, no es malo ni vergonzoso… Es abrirte la puerta a un posible “sí”. Dirás que también a un posible “no”, pero es que, aunque suene a publicación cliché de Instagram: si no te expresas, de seguro que te llevas un “no” y encima es uno que te dices tú a ti misma con una crueldad que nadie te diría. Tú sabes que “no tendrás nunca un problema grave”, citando a una amiga tuya.

Ariadna, sé que cuando me estés leyendo será tarde. Quiero que descanses y quiero que por la mañana te cuides. Es una orden. Mañana te cuidas. Nada será tan urgente. Eres una mujer alegre, con chispa, sexy, lista… lo tienes todo. ¿Dinero? El dinero te llegará si pones fe en quien ya eres. No te me pierdas en el dolor. Sácalo. Exprésate. Pide. Deja que te cuiden como dejaste que te cuidara ya sabes quién. No es casualidad que el único encuentro íntimo que recuerdes fuera ese con ella: porque os cuidasteis la una a la otra. Te dejaste. Déjate ser cuidada otra vez, en todas las formas que te lluevan.

Te adoro, mi aprendiz de diosa, pero diosa al fin:

Calipso.