Necesitaba tocarme. Sentía ese impulso primal que me nace del pecho e irradia hacia mis intimidades, agarrándose firme en mis ingles como una enredadera que me aprieta ligeramente. Había llegado a casa después de un triste paseo, sola, bajo la lluvia fría. Harta y, a la vez, excitada. Necesitaba el placer. Era mi consuelo.

Me fui al baño y meé. Primer paso básico. Otro paso que, de casualidad, había tomado había sido depilarme. Hubo un tiempo que me lo tomaba como una obligación opresiva, pero ya no: ya era más una cuestión de cuándo podía, cuándo me apetecía. Me lavé las manos y me fui a la habitación. Mi cuerpo ya saboreaba un poquito el dulce: la punta del glande se deshacía en cosquillitas bobas de anticipación.

Cerré la puerta de la habitación, aunque estuviera sola. Necesitaba encontrar intimidad y la puerta abierta nunca me ha ayudado. Me quité la ropa delante del espejo, pero me dejé el sujetador y el tanga. Me había puesto mi conjunto favorito para salir a dar aquel paseo, simplemente, por sentir la textura… Supongo que eso ya me incitó para lo que sentía en ese momento. Delante del espejo aúm, me acaricié el flanco y me estiré muy coqueta, buscando sentirme entera. Me masajeé un poco el hombro.

Hoy… hoy quería manos. Nada de juguetes. Los vibradores están muy bien, pero para cuando necesito conectar, la conexión es con mis manos y la sedosa textura de mi lubricante. El pene de una mujer necesita mimos, muchos: es un clítoris renacido… y habla distintos idiomas dependiendo del día. Hoy me pedía el de mis manos, clarísimo.

Me acosté en la cama. Hacía un poco de frío; la casa es vieja y no tiene calefacción. Me desnudé y me presioné un poquito los pezones y, con el pulgar con una gotita de lubricante, presioné la cabecita de la serpiente. Lancé un suspiro de bien dentro. Mi cuerpo se despertó sintiendo esa suave ternura cálida con garras de hierro en donde se mezcla ese querer mimos con querer fuego muy oscuro a la vez.

Presioné en mis ingles. Siempre me ha gustado darme cuenta de cómo mis testículos ya no lo son, que se esconden en la pelvis y no buscan molestar. Con la uña del pulgar, presioné la base del pene, el cual ya había florecido en esa forma tan peculiar y hermosa. Sensible y terrible a la vez. Lo acaricié sin dejar de presionar lo justo para conseguir la combinación perfecta entre placer y querer buscar el límite…

–Me gusta verte. Tienes arte contigo misma.

La voz me asustó. Me giré y encontré a una mujer rubia, que no conocía. Iba vestida con un peplo sumamente transparente, joyas de oro y perlas, incluyendo una cadena que caía graciosa desde su abdomen hasta su monte púbico y esas cosas a mí me recontraponen. Sin embargo, cualquier excitación se quedó en nada, suspendida por el miedo. Si la aparición hubiese sido mi querida amiga y diosa Calipso, no me habría asustado. Calipso no es tan rubia. Su piel no es tan blanca, sino tostada, y su voz es más suave, no lleva el peso de esos graves que tenía esta mujer desconocida. La miré a los ojos: celestes como un mar en calma, pero con unos tonos grises que parecían el anuncio de una tormenta. Me gustaban sus labios graciosos y carnosos.

–¿No me reconoces?

–La verdad, no –dije, sentándome.

–Tú continúa.

–A ver, Cali –repuse, por las dudas–, déjate de bromas. He tenido un día horrible y no estoy muy para nadie.

–¿Sigues sin reconocerme?

–¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿De qué me conoces?

–Soy la señora de aquel al que siempre invocas equivocadamente –me dijo, señalando hacia el cielo.

Allí vi, por un instante, un adolescente alado con su sonrisa y un carcaj a las espaldas… Dirigí mis ojos a ella. Estábamos las dos sentadas frente a frente. Olía a mar. Olía a brisa fresca sin frío. Con mucha incredulidad me acerqué a ella y ella me abrazó.

–¿Chipre? –dije, usando su nombre más íntimo–. ¿Eres tú?

Chipre. Afrodita. Para otros, Venus.

–No entiendo nada –dije, separándome de ella–. ¿Qué haces aquí? Yo necesitaba tocarme un poco y…

–Quiero que sigas. Sé que no te importará que esté yo aquí.

–Es que ahora solo me vienen miles de preguntas…

La de pechos graciosos –como le cantaba Homero– me recostó en estos mismos. Me llevó mis manos a mi monte púbico. Me sentí muy extraña, pero me calmé; supuse que estaba en buenas manos y decidí confiar. Me susurró que continuara, por favor, apretando con mis manos un poquito las almohadillas de mi pubis. Algo en su susurro encendió una llama en mi alma, pero también abrió las compuertas de mis lágrimas un momento.

Hay una posición de dedos que es fundamental: índice y anular en una V. Constricción de la base del glande. El pulgar masajea presionando lo justo y con lubricante es un gesto que me coge como una mano violenta en el cuello, inmovilizándome para que no pueda escapar las ondas como de casi infarto que se van acumulando contra la muralla de un acantilado, dispuestas a derribarlo por muy prehistórico que puede ser. Los espasmos no los puedo controlar.

Ella me sostenía por los hombros, pero no hacía nada. Me miraría con cariño; no lo sé.

–Relaja los muslos, niña –me dijo.

Tengo la tendencia de tensarlos. Me llevé las manos a las ingles y me masajeé un poco para relajarlos. Me apreté los pechos, no sé por qué… necesitaba sentir esa descarga… y me acaricié las caderas… Volví a mi pene. Lo acaricié presionando lo justo, como quien hace un masaje. Extraje unas primeras gotas. Vino ese primer temblor profundo; creo que di un gemido.

Afrodita me sostenía. Solo me sostenía. Su pecho se sentía tibio y calmo. No intervenía. Su mentón se apoyaba sobre mi cráneo. Sentía que su cabeza se giraba de vez en cuando para verme, pero creo que durante la mayor parte del tiempo, ella miraba al suelo, como una madre preocupada por su hija en un momento de dolor.

Me retorcí por un primer embate. Uno de esos que me hizo levantar la cadera. Instintivamente llevé las manos atrás y encontré el cuello de la diosa. La miré, sonriente… pero me volví a mí. Sé que me sonrió con cariño. Me arregló un poquito el pelo. Eyaculé. Esa eyaculación ambigua que no sé cómo llamar ya. Breve, no muy densa. Sentí el perineo alegrarse. Seguí mimando a la serpiente. Buscando profundidad con el pulgar, presionando la base del perineo con mi mano izquierda. La sensibilidad era muy alta, pero no era incómoda aún.

Sentía libertad de buscarme entera. En otros momentos habría parado. Hoy no. Mi mente se preguntaba dónde tenía el dildo para buscar un poquito de apoyo anal, pero me daba pereza ir a buscarlo. Además, me sentía a gusto recostada sobre el cuerpo tan acogedor de Afrodita. Me restregué con fuerza el flanco y los muslos, como sacándome lo malo. Me mordí el labio. Mis manos cosían y descosían las olas de placer con la habilidad de una costurera: el bordado de hoy era una rosa púrpura en un fondo de mar roto por un viento huracanado.

Sentí los brazos de Chipre cogerme más fuerte.

Se me cortó la respiración. Fue demasiado fuerte. Lancé un grito que imagino que se escuchó en el vecindario. La tensión que se había acumulado se liberó en ondas escalonadas que me hicieron temblar por un tiempo que me pareció eterno. Recuperé la respiración, temblaba aún, me descubrí recolgada de ella, con algún espasmo orgásmico aún incluso cuando pensé que ya había parado todo. Me sentí llena y vacía a la vez. Sentí los brazos de Afrodita cogerme muy fuerte…

…me rompí a llorar en una marea confusa de placer, dolor, tristeza, excitación, ganas de continuar, ganas de chocolate y un beso y un abrazo… pero también odiaba mostrarme así de indefensa… Sentía que en este momento cualquiera podía usarme. Busqué refugio en la rubia, que no me soltaba. Yo seguía temblando.

–No tengas miedo –me dijo–. Te he visto preciosa. Deberías verte ahora.

Subí la mirada hacia su rostro y balbuceé, sin mucho control sobre mis palabras:

–¿Por qué has venido?

–No hace falta explicarlo. Ven aquí, quédate conmigo.

Me quedé ahí, no sé cuánto tiempo, abrazada a ella mientras mi cuerpo recuperaba energías y mi alma se calmaba después de la tempestad. Afrodita no dejó de acariciarme la cabeza y peinarme. Me sentí segura y creo que me dormí.


No desees con la mente. Desea con el cuerpo. Lo de anoche fue deseo en cuerpo. Mar en erupción. Mujer entera con un cuerpo mágico. Vive, hija de Lesbos. Vive. Te veré, Ariadna.

Tuya, Aphr.

Era la nota que me había dejado ella en la cama.