“Llévame, por favor. Llévame contigo”, pensaba yo al mirarte unos pasos más atrás de ti.

Mi manos se morían por coger las tuyas, blancas y delicadas como perfectas. Me miraste con tus ojos negros y, con un leve meneo de tu cabeza, me regalaste esa sonrisa que, no, es que no podía resistirte.

Querías que te siguiera por ese pasillo de muebles de madera pesada, siguiendo la estela de tu vestido… Tu sombra me atrapaba, agarrándome del cuello. Unas gotas de sudor cayeron por mi escote. Sentí frío en mis pechos y sentí también calor.

Hacía una hora o así, me habías dicho tu nombre en el salón de la mansión. Hervía animada la fiesta… Te acercaste a mí, con una copa de vino en tus dedos y me preguntaste si estaba sola. Jugabas con el cristal. Yo no tenía nada en mis manos. Te dije que no bebía. Te lo dije temblando y, roja de vergüenza, me escapé un rato al jardín.

Pensé que tomar el aire me iba a hacer olvidarte, pero no… qué boba yo.

Caminé un rato por los senderos flanqueados por orquídeas, rosas y otras flores que yo era incapaz de discernir. Todo estaba iluminado tan solo por el reflejo de la luna llena… Oí risas apagadas que venían de entre los arbustos, mientras yo, aferrándome a mis hombros descubiertos, bajaba la cabeza y solo podía recordarte a ti…

Volví a la casa. Te encontré a un suspiro de distancia de los labios de una chica rubia. Me viste y sonreíste. Me aparté. No, esto era un error. Iba a llamar a un taxi e irme. Eso haría.

No te vi dejar a aquella rubia con un susurro en sus oídos, ni te vi acercarte por detrás de mí con pasos sigilosos aunque llevaras unos tacones de muerte.

Sentí tus dedos pasear por mi hombro desnudo, desnudo porque solo llevaba un Recorriste mi clavícula. Eso no se hace sin avisar… Me quedé inmóvil. Colocaste tus manos en mis caderas y, con un impulso suave y decidido, me giraste para que nos viéramos cara a cara.

Estábamos justo debajo del marco de la puerta que separaba el salón del vestíbulo principal.

Me abrazaste el cuello con tus hombros. Te miré desde mi estatura más pequeña. Te acercaste a mis labios. Nos besamos… pero no… ¿o sí? ¿Fue un casi-beso? Maldita. Sentí tu veneno entrar por los capilares de mi boca hasta mi alma, mis huesos y hasta lo más íntimo de mi ser.

Ahí fue cuando comenzaste a caminar hacia el vestíbulo, sabiendo que te perseguiría. Me llevaste hacia las escaleras que subían. Te veía la espalda pero sabía que te estabas riendo. Quería alcanzarte para cogerte las manos.

–¿Solo las manos? Desea un poco más, ¿no? –me dijiste, voltéandote y deteniéndote en la cima de las escaleras, donde nacía ese pasillo.

Te dejaste atacar. Mis manos recorrieron ahora tu clavícula. Me cogiste la mano y jugaste a acariciar el comienzo de tu pecho con ellas… y luego el del mío. Me giraste como quien le da una vuelta a su pareja de baile y me cogiste de las caderas para atraparme –¿cómo sabrías que eso me paraliza?– y, esta vez, sí, besarme.

Me desnudaste el pecho en medio del pasillo. No me importó. Me dijiste que te gustaban. No sé si había alguen. Qué importa. Quise devolverte la jugada pero no me atreví. Me miraste con dulzura. Sabías que necesitaba un poco más de tiempo. No sé cómo sabías tanto de mí, dulce extraña, pero…

Me derretí entre tus brazos. Te lo dije y me puse a llorar. Te reíste, arreglándome el escote y el flequillo. Me besaste en la mejilla y me dijiste de buscar algún lugar tranquilo, mientras me tanteabas con suavidad las caderas y los glúteos. Me abrazabas como una cobra a su presa. Y yo… entonces yo me atreví y busqué devorarte el cuello oliendo las notas de tu perfume divino hasta la mandíbula… hasta tus labios…

Me cogiste de la cintura y me condujiste hasta una puerta. Esa noche me llevaste contigo y yo te llevé conmigo.