–Eres una mujer –me dijo él–. Tu cuerpo es cuerpo de mujer.

Nunca pensé que palabras así me abrirían el corazón.

Hacía un tiempo había cruzado el río, de la orilla de los hombres a la orilla de las mujeres, para poder salvarme. Ahora vivía en la orilla, sola, con la sensación de estar siempre respirando ahogada, con el pelo mojado y tiritando aún de frío por el difícil cruce… aunque hacía meses, años, que me había lanzado al agua y cruzado a nado.

Han sido muchos soles y muchas lunas las que me han vigilado desde el cielo, viendo cómo me rompía a mí misma entre llantos y rabietas. Había cruzado el río, pero como quien cruza a la carrera, perseguida, huyendo… Sabía que era el camino, pero no sabía qué iba a pasar conmigo al llegar a la orilla.

Lo que pasó fue que me abrazaron, que la vida comenzó a sonreírme, que me empecé a ver en el espejo cada vez más bonita… Pero yo seguía viviendo en la orilla. Me visitaban las chicas de la aldea y me sentía bien con ellas, pero no me iba con ellas. Me quedaba viviendo sola, en la orilla.

Cada día una sombra se reía de mí desde el lado del río que había abandonado. Intentaba no mirarla, pero apenas me llamaba, volteaba mi cabeza hacia esa sombra. Esa sombra se reía de mi cuerpo desnudo, del mismo cuerpo desnudo que horas antes había contemplado con dulzura en las aguas cristalinas del río.

Me fui encerrando, aunque estuviera en la orilla correcta. Caminaba sola, sin rumbo, por la orilla, con las manos en los bolsillos y cabizbaja. “Quizás es que me dejan estar aquí, pero no soy de aquí”, pensaba muchas veces… y me olvidaba del nado violento, contra la corriente, desnuda, sin haber comido, sin haber dormido… me olvidaba de que había llegado a esta orilla por mi cuenta…

La sombra me seguía desde la otra orilla, imitando de forma burlesca mis movimientos. Seguía gritándome mentiras día y noche y yo no dejaba de mirarla. Tanto fijaba yo mi mirada en esa sombra que no me percataba de los botes que cruzaban de un lado al otro del río, trayendo y llevando regalos de unos para otras y de unas para otros… A veces una y otro bailaban en un bote, sobre el río, besándose y mirándose con la misma luz de las estrellas viva en sus ojos.

Me acurrucaba, sola. Cansada. Mis músculos, mi cabeza, mi corazón me dolían. De vez en cuando una de las mujeres se acercaba a mí y me invitaba a ir con ella a la aldea.

–No pases frío, Ari. No puedes estar sola. Ya ha pasado todo. Ya estás aquí.

Pero me negaba. Inventaba una excusa. Solo quería mirar fijamente la sombra. La sombra me decía desde la orilla de los hombres que no merecía aceptar la invitación. “Eres una invitada”, me decía.

Miraba a veces de reojo hacia la aldea. Quería estar allí. Quería estar en sus bailes, quería recibir a los chicos que venían a visitarlas, quería también que un día me llevaran en bote a la aldea de los chicos en la otra orilla, pero me acababa acurrucando junto a una roca fría junto a la orilla… mientras el grito incesante de la sombra no me dejaba dormir.

Un día una de las chicas vino a verme. Le conté sobre la sombra y le señalé dónde estaba.

–Yo no veo nada. Allí no hay nadie. Ariadna, ven con nosotras de una vez. Te estás volviendo loca aquí sola.

Cayó otra vez la noche. Otra de las infinitas noches. Yo, cada vez más mujer, pero cada vez más fría. Mis pies ya eran de hielo, mi corazón me gritaba que corriera a la aldea… pero yo miraba fijamente el río y a la sombra que bailaba en la otra orilla burlándose más y más y más.

A la mañana siguiente escuché una voz. Era un hombre que había atracado en la orilla en su bote. Me preguntó mi nombre. Comenzó a decirme de llevarme de paseo en el bote… y quise, recordando los paseos que hacían todas, pero me negué.

–¿Pero tú vives en la aldea? –me preguntó.

–No, vivo en la orilla.

–Pero perteneces a la aldea –me dijo–, aquí acabarás transformada en una roca.

–Nunca he ido –le contesté.

Me miró con extrañeza.

–¿Por qué? –me preguntó.

–¿No lo ves, acaso?

–¿Qué?

–¿No ves que vengo de tu orilla?

Me miró aún más extrañado. No supe qué pensar de su mirada.

–Eres una mujer, ¿qué estás diciendo?

–¿¡Mujer!? ¿¡Mujer!? ¡Ojalá! –grité desesperada–. ¡Ojalá! Pero noo, no, soy una polizón… Crucé el río a nado, el agua me transformó, pero no, yo no soy de aquí… no soy de aquí…

Y me quité la ropa, llorando y repitiendo “No soy de aquí, no soy de aquí”. La tiré al suelo y comencé a correr para escapar no sabía ya adónde. Pero mis fuerzas me abandonaron, me caí. Seguía llorando.

Me abrazó y me tapó con su capa.

–Eres una mujer. Tu cuerpo es cuerpo de mujer.

Lo miré, rendida, con mocos que caían de mi nariz enrojecida. Me vistió. Se sentó a mi lado, en silencio, mientras yo lloraba, dando la espalda al río y la mirada fija en la aldea.

A lo lejos un grupo de chicas de la aldea venían a la carrera. Quizás habían oído mis gritos. No supe mucho más, porque caí dormida en el pecho de aquel hombre.

Solo sé que desperté en la aldea.