Probablemente sea deformación profesional, pero los significados me importan. De hecho, me importa mucho dejar claro qué es el significado y no permitir la confusión que se da muchas veces con el sentido o la denotación. Creo que el ser humano, si es algo y lo es entre muchas cosas, es homo semanticus y es en el significado, o su falta, donde encontramos muchas veces las dichas o las penas de nuestras vidas.
El significado no es, simplemente, una definición de diccionario para el caso de una palabra o la suma de tales definiciones para el caso de estructuras combinadas como sintagmas u oraciones. La definición en un diccionario es, más bien, una hipótesis científica (mediada muchas veces por los objetivos comerciales del diccionario) de cuál es el contenido compartido por una comunidad de hablantes para un determinado signo lingüístico que explicaría los usos aceptados y descartaría los usos no aceptados en el uso de la lengua. La lengua y sus significados no están en los diccionarios, sino en su uso.
Aun cuando una siempre puede jugar a redefinir las palabras en un ámbito privado, los significados en sociedad son los dictados por el uso de tal sociedad. Obviamente no son estáticos: el cambio semántico es una realidad común de las lenguas de sobras conocida, pero en el aquí y ahora que nos toque vivir los signos lingüísticos significan aquello que viene dado por el uso aquí y ahora que haga de ellos la comunidad de hablantes.
Por supuesto, la comunidad de hablantes no es uniforme ni homogénea y de ahí mismo es que sucedan muchas veces los cambios semánticos o las innovaciones lingüísticas en general. Un grupo inicialmente minoritario o, incluso, conscientemente disidente puede acabar “venciendo” en la evolución de la lengua… o desaparecer en el olvido. Por ejemplo, tenemos el uso absolutamente jergal de las minorías y disidencias sexuales del verbo servir (coño) como ‘presentarse de forma atractiva’, calco de un uso jergal del inglés to serve (pussy); por ejemplo, Ahí, tía, la Sara sirviendo fuerte. Yo lo he llegado a observar usado por hablantes que no pertenecen al grupo de origen de la innovación lingüística y un artículo de El Independiente, horroroso por ingenuo, lo cita (bajo el apartado Ñ por algún motivo). Sí, lo que presento aquí no es más que evidencia anecdótica y se necesitaría un estudio sociolingüístico de verdad para medir el grado de implantación de este cambio. Sin embargo, es un ejemplo fácilmente comprobable echándoles un vistazo a las redes sociales. ¿Se encontrará servir con ese significado en un contexto formal? Claro que no de momento. Lo que depare el cambio lingüístico futuro, eso ya no lo podemos ni debemos intentar predecir.
La tensión entre individuos (o grupos) y la comunidad de hablantes fue descrita por el lingüista Eugen Coșeriu a lo largo de toda su producción científica. Quizás es en su Lingüística del texto (originalmente publicada en alemán en 1981, con una traducción española y edición póstuma extendida en 2007) en donde encontramos una versión definitiva de su teoría. Según Coșeriu, “saber una lengua” es un conocimiento histórico, es decir, se trata de conocer las reglas y propiedades de un sistema lingüístico que existe en un determinado espacio y tiempo y que posee una historia que ha sedimentado su forma presente y sedimentará las futuras. Sin embargo, él acepta que el “saber individual” crea el llamado “nivel idiomático”: los individuos podemos violar las reglas de la lengua o, incluso, las del lenguaje (el nivel universal o lógico, según Coșeriu) por motivos estilísticos o de expresión. El propio Coșeriu cita en ocasiones el célebre Colorless green ideas sleep furiously de Chomsky como un ejemplo de ello.
La lengua es un sistema, sin duda, pero es un sistema que pervive en sus hablantes y, por tanto, está atravesado por la experiencia de estos y de cada uno de ellos. Este hecho, que hace co-soberanos de la lengua tanto al hablante como a la comunidad en su conjunto, incluso como avatar presente de sus configuraciones pasadas. De algún modo, románticamente quizás, somos hablantes de una lengua que preserva en su espíritu el resto del de la comunidad de hablantes del latín de siglos pasados. Evidentemente no hemos de caer en la falacia etimológica o histórica de decir que el latín ha de definir lo “correcto” de nuestro español actual, ni las variantes pasadas del propio español las actuales, pero en esa historicidad que supera la existencia de los individuos que hacemos parte de la comunidad hispanohablante ayer y hoy existe una entidad que tiene una vida propia y singular (que la distingue, por ejemplo, del holandés o del farsi). Lo más increíble de todo esto es que esa “superestructura” la hacemos nosotros mismos, aunque nos supere, y que nosotros mismos somos los agentes inconscientes que definimos hoy lo que será la lengua mañana, por acción o inacción.
Es decir, compartimos los significados o rompemos con estos en unas relaciones que, como formalizara por primera vez Saussure, son sincrónicas y diacrónicas. No solo compartimos los significados con nuestros camaradas de comunidad de hablantes contemporáneos, sino que también con quienes nos precedieron y con quienes nos sucederán. Comprendemos (quizás con esfuerzo) el hermoso De los sos ojos tan fuertemientre llorando y todo el Cantar que le sigue, porque mantenemos una parte de esa misma comunidad de hablantes de la Castilla del siglo XII, y del mismo modo no podemos escapar de los vaivenes de la historia de nuestra lengua, ni podemos tampoco determinar casi nada de lo que pueda llegar a venir. Al mismo tiempo, sí, nos podemos rebelar; quizás hasta debamos rebelarnos como parte de nuestra tarea en mantener viva la lengua como tal, incluso si es para herirla, pero no matarla.
Este mundo ha perdido ese amor por compartir los significados. Nunca dejaremos de compartirlos si continuamos hablando la misma lengua. Sin embargo, le hemos dado la espalda al hecho de que somos una comunidad presente, futura y pasada que es capaz de transmitirse emociones, sentimientos e historias los unos a los otros, viajando en el tiempo, viajando en el espacio. Si no tenemos amor por ese poder inmenso que tenemos, de poder romper las fronteras de nuestra pobre individualidad y abrazar esa unión sincrónica y diacrónica, ¿qué nos queda? ¿Cómo amaremos? ¿Cómo crearemos? ¿Cómo nos comprenderemos o dejaremos legados para nuestros herederos lingüísticos? ¿Cómo, además, romperemos con audacia los patrones del pasado si creemos que romperlos es, simplemente, por ganar libertad para nosotros y no para hacer crecer a todos los que hablamos el mismo idioma, cualquiera que este sea?
Ojalá recuperemos esa voluntad de compartirnos. Asumamos que la tensión entre individuos y comunidad lingüística es imposible de resolver, pero que es bueno que así sea. Esa tensión nos da espacios y nos obliga a luchar por crearlos, como también nos da estructura para que podamos hablar o pelearnos y reconciliarnos. En vez de llorar porque no se nos entiende, confiemos en que existe siempre una base común que nos permite, justamente, entendernos.